Llegué al barrio Los Mina de nuestra capital después de haber cumplido los veinte. Y que ya dominaba el criterio de que lo más difícil para un ser humano es abordar cualquier aspecto de la vida, desde una óptica impersonal. Un ladrón siempre opinará como tal y un pesimista, cómo el aliado del fracaso. Por afinidad acoplé con facilidad con los contemporáneos del sector más próximo al tío que me ofreció tutoría, en los tiempos de mi ninez, allá en mi lejano pueblo.
Por lo anterior y mucho más, Sergio entró en mi formato de manera automática: también con los veinte cumplidos, afecto por el canto y el pulsar de 'la lira', la lectura, cursar los mismos estudios, una novia dejada en el puerto de 'origen' y el disfrute del juego del ajedrez. Pero el colofón se los llevaban las intensas y prolongadas partidas en el deporte ciencia. Era imposible perder para ambos, porque los dos, teníamos similares formas de razonar y el mismo sistema de defensa.
Y pasó, que la tarde de un sábado, sin previa planificación nos surgió la idea de jugar en una tercera casa. De suerte que hubiera un despiste para los demás amigos, con los que compartíamos el tesoro de la edad. Y, en efecto, ya iban por las seis horas de juego sin que ninguno hubiera padecido del jaque mate. Hasta que de repente un emisario nos sorprendió con la nota, de que una tía de Sergio estaba en su casa exigiendo verle de inmediato.
Sin embargo, el calor de la jugada, hizo sucumbir el esfuerzo del enviado. Pero, no preciso que tiempo después, el amigo volvió a irrumpir en el balconcito que estratégicamente ocupábamos, para con más énfasis forzar le a correr hasta su casa. Mi amigo finalmente lo hizo y le seguí con discreción, pero con la misma velocidad. Cuando llegué a la puerta frontal, ya él estaba en medio de la sala.
Entonces, rompió el silencio, la frase de la tía que en vilo frenó mi cuerpo y le imprimió la facultad, no sólo de saltar de reversa, sino del poder de la invisibilidad: ¡Sergio, al fin te le pudiste safar!
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