Milagro en la plaza
Era media mañana, a través del amplio ventanal el sol inundaba la oficina creando un ambiente de sopor. Inclinado sobre su escritorio Miguel, un empresario de mediana edad, apoyaba la cabeza en una de sus manos tratando de evitar los movimientos para reducir el terrible dolor de cuello que una contractura muscular le producía.
Su rostro denotaba el dolor que sentía y desde la ventana contemplaba la plaza al pie del edificio donde se encontraba. Su mirada seguía el inquieto fluir de los chorros de agua que las distintas fuentes lanzaban, cual vidente especializado en hidromancia, parecía que buscaba allí la solución a sus problemas. De tiempo en tiempo volteaba la vista al único papel que había sobre su escritorio, un estado de cuenta bancario que mostraba un exiguo saldo disponible.
El siguiente día debía cubrir el sueldo de los empleados y simplemente no contaba con los recursos para hacerlo, hacía tiempo que el trabajo escaseaba y los pocos clientes que aún quedaban tardaban en pagar. Su negocio se estaba muriendo, la tecnología lo estaba matando.
Años atrás, cuando inició la empresa, se definió a sí mismo como un visionario, alimentaría las enormes bases de datos con todo tipo de información. Si las grandes enciclopedias estaban migrando de papel a medios computacionales, por qué no todo lo demás. Nunca imaginó que esa necesidad se satisficiera en tan poco tiempo y su forma de vida estuviese en grave riesgo.
Su mente giraba en un círculo vicioso donde las preguntas se sucedían una a otra y cada vez que saltaba de pregunta las garras de la tensión se clavaban un poco más en los músculos del cuello y espalda, incrementando el dolor y restándole movilidad. Se preguntaba a sí mismo: –¿Cómo voy a pagarle a los empleados? ¿A que me voy a dedicar? ¿Cómo cierro esta empresa? ¿Qué nueva actividad puedo emprender?– Y regresaba al inicio: –¿Cómo voy a pagarle a los empleados?, etc.
Sumido en su desesperación no se percató de la entrada de la recepcionista quien lo sorprendió haciéndolo girar bruscamente con la consecuente mordida del dolor en el cuello. Un gemido escapó de su garganta mientras preguntaba: –¿Qué diablos quieres?
La muchacha consternada por el pésimo humor de su jefe musitó en voz baja: –Lo busca una persona.
–¿Quién? ¿Qué quiere? No, no estoy… dile que no estoy.
La empleada giró lentamente sobre sus tacones para dirigirse hacia la puerta de la oficina, él la siguió con la mirada y cuando levantó la vista vio, enmarcada por el quicio de la puerta e iluminada por la luz que penetraba por la ventana, una silueta fantasmagórica. La silueta fue definiéndose poco a poco, se trataba de un hombre alto, muy delgado, de edad indefinida y finas facciones. Vestía con extrema humildad, con su mano derecha protegía un viejo y desgastado morral de cuero al que un tosco cinturón mantenía sobre su pecho y en su mano izquierda sostenía un paliacate multicolor que atado por las cuatro esquinas envolvía algo. Con una voz profunda que parecía venir de muy lejos, de otro tiempo y otro lugar, dijo: –soy el padre Juan y necesito hablar con usted–. Acto seguido caminó hasta el escritorio y se sentó frente al atribulado empresario.
¡Joder! Lo que me faltaba, un recolector de impuestos celestiales, pensó para sí mismo Miguel. Sentados frente a frente, sacerdote y empresario, escudriñaban sus rostros mutuamente, el silencio dominaba el momento, después de un tiempo el sacerdote dijo: –Lo he investigado por mucho tiempo, sé lo que hace y sé que es el mejor.
Miguel, víctima del estupor, no acertó a emitir ningún comentario. Luego el sacerdote volteó en todas direcciones, se aseguró de que estuviesen solos, entrecerró los ojos, aspiro profundamente y a media voz preguntó:
–¿Ha oído hablar del abogado del diablo?
Un camión pesado circuló frente al edificio haciendo temblar un poco la estructura del mismo, el efecto magnificó el aire de misterio que envolvía al sacerdote. Sin esperar respuesta a su pregunta y en voz más baja aún explicó: –el oficio de abogado del diablo (advocatus diaboli) fue establecido en 1587 por el papa Sixto V, se designaba a un clérigo doctorado en derecho canónico que objetaba hechos, exigía pruebas de los mismos y buscaba errores en toda la documentación aportada para demostrar los méritos del candidato propuesto a los altares, ya fuera como beato o santo.
De la bolsa lateral de su saco de tosco sayal el sacerdote extrajo una minúscula cantimplora, bebió un pequeño sorbo de su contenido, el cual tragó con dificultad y prosiguió: –en 1983 se le cambió el nombre de abogado del diablo a promotor de la fe. Además del cambio de nombre se modernizó el proceso y, ahora todo se hace en una enorme computadora instalada en alguno de los sótanos del Vaticano. Por eso estoy aquí.
Acto seguido, el sacerdote abrazó con fuerza el maltrecho morral, musitó una breve oración y utilizando una pequeña llave que colgaba de una especie de pulsera ceñida a su muñeca derecha lo abrió, extrayendo de él un voluminoso legajo amarrado con un cordel, mismo que depositó cuidadosamente sobre el escritorio.
–Son sesenta y seis volúmenes como este que deberán ser capturados con absoluta fidelidad, ya que serán analizados meticulosamente, ¿cuánto costará alimentarlos a una base de datos?– inquirió con profundo temor y ansiedad el sacerdote.
Miguel no sabía qué decir, veía el legajo sin poder adivinar o siquiera imaginar su contenido, veía al sacerdote que inquieto esperaba una respuesta, volvía a ver el legajo y seguía sin saber qué decir, finalmente farfulló: –no sé, se cobra por carácter. ¿Qué es? ¿Puedo verlo?
–Es el diario místico de la fundadora de los Misioneros del Espíritu Santo– explicó con suma reverencia el sacerdote, al tiempo que deslizaba frente a Miguel una imagen que mostraba el rostro bondadoso de una mujer y continuó: –en su afán de entregarse plenamente a Cristo, ella abordó la teología desde el erotismo y, marcó el monograma “jhs” con fuego en su cuerpo para convertir la pasión del llamado de la carne en poesía sensual y surrealista.
Convencido de que la vida le jugaba una broma Miguel alargó pausadamente el brazo hasta hacer contacto con el legajo, lo atrajo cuidadosamente hacia sí y bajo la mirada protectora del sacerdote lo abrió al azar. Allí pudo distinguir una letra manuscrita de complicados rasgos que dificultaban su lectura y alcanzó a leer:
Ámame mucho, acércate a mí, llévame a Ti, y… ¡bésame¡, absorbe mi pobre alma con tu divino aliento; aspírame y respírame, que quiero ser tu atmosfera perfumada y llegar hasta lo más hondo de tu corazón de armiño. Me siento blanca, me siento pura, me siento tuya [...] ¡Te amo tanto¡ Quisiera ser tu sagrario, tu copón, la oscuridad misma que te envuelve, y las especies sacramentales que te llevan consigo, y tu misma sustancia y tu mismo calor y luz. Quisiera ser tu incienso para envolverte; quisiera ser tu atmósfera perfumada y hasta el mismo fuego que incendia tu corazón divino.
El sacerdote escudriñaba el rostro de Miguel tratando de interpretar el más mínimo gesto, a veces su faz expresaba esperanza, a veces inquietud, la mayoría de las veces preocupación. ¿Sería ese mundano hombre de negocios dedicado a la tecnología capaz de abordar la tarea solicitada con la acuciosidad y devoción requeridas?
Ambos apartaron lentamente la vista del manuscrito elevándola por sobre el escritorio hasta que coincidió, así mirándole a los ojos el sacerdote le pidió: –Por favor inicie ya el trabajo, mientras usted avanza yo buscaré recursos. Vendré cada semana, le traeré dinero y más tomos a capturar en la base de datos, por lo pronto le dejo esto–. Después depositó sobre el escritorio el paliacate. Con su mano derecha acarició suavemente el legajo en una suerte de despedida, se incorporó y caminó lentamente hacia la puerta de la oficina.
Desde su sitio Miguel le llamó: –Olvida usted su imagen padre–. El padre Juan regresó al escritorio, tomó la imagen con sumo cuidado, la besó con devoción, luego hizo la señal de la cruz sobre ella y la volvió a depositar en el escritorio diciendo: –Guárdela, ella lo acompañará por la vida y lo cuidará–, dicho lo anterior desapareció tras la puerta.
Víctima de enorme desconcierto, Miguel observó los objetos sobre el escritorio: el legajo, el paliacate, el estado de cuenta del banco y la imagen. Entonces una suave brisa penetró por la ventana obligándolo a dirigir su mirada hacia la plaza, en ella el sacerdote inclinado alimentaba a las palomas, luego se irguió y sin mirar siquiera hacia el edificio hizo con la mano un gesto de adiós para luego perderse entre la multitud.
Mucho tiempo después tomó el paliacate y lentamente deshizo los nudos de las esquinas para descubrir su contenido, eran muchos billetes de diferentes denominaciones, en desorden, arrugados y hechos bola. Pacientemente los alisó sobre el escritorio, luego los clasificó y finalmente calculó el monto total. –No puede ser– exclamó, la suma era aproximadamente la cantidad que hacía falta para cubrir el pago de los empleados.
En medio del asombro notó que el dolor de cuello y espalda había desaparecido, recreó mentalmente el episodio vivido sin encontrar rastro alguno de lógica y comenzó a formular un plan de trabajo para atacar la tarea encomendada.
Finalmente, reparó nuevamente en la imagen que descansaba sobre el escritorio, la tomó y la depositó cuidadosamente en el bolsillo izquierdo de su camisa, allí cerca de su corazón, desde donde, como sentenció el sacerdote, lo acompañaría el resto de su vida.
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