Cuando existe tenue distancia
entre la risa y la desgracia,
entre la gloria y la pena.
Cuando somos todos
crédulos titeres ensimismados
a merced de un comando supremo,
surge una voz, altiva e indolente,
una voz prominente, altisonante,
fantasía proyectada en mayúsculas,
retorica grandilocuente
y eficaz tragedia ensayada.
Entre la pena y la gloria,
surge una voz
que anula academicismos,
letrados dictámenes,
una voz que se enmaraña
en la oscura raiz del grito
y resurge atenuada,
diluida en pasajeras proclamas,
en esteriles mentideros
donde se confunde la pena,
calculada y prolífica
con la gloria incierta
del vil injusticiado.
Surge gloriosa, rabiosa
una imagen renacida
para popular deleite,
callada voz lisonjera
que se nos espeja
en atribulada lamuria,
velada lagrima compasiva.
Un autoengaño consentido,
que enmudece mudos,
silentes, desengañados
en significados sin significantes:
insignificante discurso.
Decía y dice el poeta,
hermano de voz y lamento:
"Lo misma da vencer
que hacer gloriosa la derrota"
Y yo...
abandero la causa:
voy a dejar mi bandera a medio mástil
y dejar que soplen otros vientos.
Con mirada perdida, solemne
y altivo academicismo enajenado
para ser aceptado por mis pares,
dejar disonancias deselegantes
para asentir sin discusar
y discursar sin un sentir
hasta que pase el temporal.
Mi fe inamovible,
diletante y febril
no es buena consejera,
siquiera amigable advertencia.
Utopia indolente
que me ciega
cuando la miro de frente
y me señala
ya no me reconozco.
Vistiendo la causa ajena,
enarbolo mi verdad a medias,
me invito a la objeción
y asumo la inconfidencia,
la vana virtud de la decencia
por una juiciosa imagen
que me dignifica, me agranda
y me ausenta de mi
para poder seguir viviendo. |