María desde sus sueños.
Era una de aquellas noches frías de junio. Ella, con solo una sábana cubriendo parcialmente su cuerpo desnudo, temblaba con la brisa que entraba por la puerta entreabierta. La luz de la luna llena que se filtraba por las cortinas raídas de la ventana resaltaba con un hilo de plata su silueta.
Echada sobre la cama vieja, buscaba con una mano el abrigo de la sábana y al no encontrarlo, se acurrucaba nuevamente para perderse otra vez en su cansado sueño.
Todas las noches frías son así. Largas, tienen un principio y parecen no tener fin.
En los sueños confusos de María se hacía presente cada vez con mas frecuencia aquel hombre de traje blanco; alto, de pelo oscuro y ojos negros, impecablemente vestido y con un clavel rojo en el bolsillo del saco, aparecía y desaparecía en todo lugar y en todo momento; detrás de ella en una solitaria calle, sentado en una silla en su comedor, apoyado en la puerta del colegio o caminando en el pasillo estrecho de su casa. Incluso a veces al despertar sobresaltada, le parecía verlo apoyado
frente a la cama con las manos rozando la pared y con la cabeza agachada. Ella se petrificaba unos segundos y después cerraba fuertemente sus ojos, al abrirlos se había ido, y sentía una gota helada de sudor cruzar su rostro.
Con la mano temblorosa secaba rápidamente la fría gota, y luego buscaba a tientas el vaso de agua que había puesto sobre el velador antes de dormir. El vaso, otra vez, estaba vacío. Encendía la pequeña lámpara y esa ténue luz no lograba despejar su miedo. Después de varios minutos y muy en contra de su voluntad cerraba nuevamente los ojos para abrirlos al amanecer.
Sus mañanas en el colegio eran entonces insípidas. Tenía en la cabeza, además del hombre de blanco, el dolor de la reciente pérdida de su mejor amiga. Había sido brutalmente asesinada el 29 de mayo anterior en condiciones, hasta el momento, nada claras.
“Estoy un poco sugestionada” -pensaba-. Tal vez porque ella le había contado días antes, que soñaba con un hombre vestido de blanco, y le había hecho una descripción tan fiel que pensaba ella sería ese el motivo.
“Bah, son estupideces, no puedo seguir con esto todo el tiempo” se repetía y buscaba la manera de olvidarlo. Iba por las tardes a la vieja plaza del pueblo a caminar un poco para despejarse, pero cada vez sus paseos eran menos gratos. Sentía algo que no podía explicar: Un frío que recorría su espalda, un sabor amargo en la garganta, un vacío en el estómago que provocaba dolor… ¿Habría dejado tal vez el almuerzo intacto? Lo había hecho los últimos días; tres, cuatro o cinco, ya no podía recordarlo.
Aquella tarde, casi noche, llegó corriendo a su casa. Entró a su cuarto y después de desnudarse, rápidamente se acostó pensando en ella y todas las fotografías que había visto en el periódico al día siguiente de su muerte, tan explícitas que merecían censura – pensaba- dejando caer una lágrima.
Era aquella noche fría de junio, y ella al despertar sobresaltada vió por última vez la imagen de aquel hombre. La Lámpara encendida, el vaso sobre el velador… vacío. Aquel hombre al frente de la cama, rozando con las manos la pared y con la cabeza gacha… no se había marchado.
Cogió la sábana y salió corriendo de la casa. Las luces del pueblo le señalaban un solo camino, recto y sin entrecalles parecía no terminar (como aquellas noches frías). Corrió y solamente se detuvo cuando ya no tenía aliento.
Un hombre completamente vestido de blanco la esperaba. La miró y se acercó lentamente. Ella solo cerró los ojos; la imagen de un clavel rojo quedó grabada unos segundos en su mente y, mientras las lágrimas corrían haciendo surcos en su rostro, se ahogó en un grito que nadie… nadie pudo escuchar.
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