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El marginado bar de las lágrimas eternas, abierto toda la noche para los insomnes dolientes que lo visitan casi por obligación, con mesa segura para los que sufren una ausencia, sin música y lleno de historias, historias que he ido oyendo y contando, y siempre sufriendo. El viejo Don Anselmo, con sus várices desavenidas y sus camisas blancas, su moño ladeado hacia la izquierda, sus muchos años y pocos dientes, hacía de mozo y parecía ser eterno. Ni preguntaba, solo servía lo de siempre, y sabía el “lo de siempre” de cada uno de nosotros. El hombre estaba condenado al bar, era su infierno personal y con los años aprendió a disfrutarlo. Era su mundo de doce mesas. Era lo único propio que le había quedado después del motivo de su condena. Cuando llegué por primera vez al bar, angustiado y desordenado entre lógicas y heridas, no preguntó que iba a tomar, solo me miró desde su lugar y me convidó a la espera con su palma para adelante; al rato trajo una botella de vino tres cuarto, dos vasos verdes de vidrio y petizos, y se sentó frente a mí. Descorchando, sirvió en los dos vasos y comenzó a hablar, sin apuros, sin compromisos, casi sin ganas… Don Anselmo: _Otoño, de esos que hacen rezar a las hojas antes de ser presa de los vientos. Siempre es otoño cuando el alma sufre. Anillos de promesas deslizándose entre la llovizna, adoquines húmedos y oscuros reflejando al cielo, la colilla de mi cigarrillo apagándose de a poquito en los intersticios que se forman entre el tiempo y los baches. Una canción en francés, una ronca voz femenina, y el puerto, el sensible puerto de miradas que se pierden entre la niebla húmeda y el empañado vidrio de añejos ecos atormentados de las ausencias. Todo era inútil, ella no estaba conmigo, y mi poesía moría antes de nacer, y mis canciones se rendían a la tenue luz de una palabra, de una sola y desesperada palabra: Fin. La mas triste historia de amor, el mas duro de los golpes, la agónica doctrina de las aves nocturnas, el cadalso de los sueños, el mas rapaz de los lobos ensañado con mis huesos, y el frío, el mas doloroso frío congelando y conteniendo a mis lágrimas. Como tantas veces, me encontraba perdido entre mis pensamientos, y entre las arterias de la ciudad. Rodeado de voces que no decían nada, dichas por multitudes de ausentes. Y la brutal salvación de un bar, este bar, me abrió sus puertas, convidándose como un refugio. Y entré, con un café como excusa, pasé allí casi toda la tarde, sin otra cosa que mi viejo cuaderno de apuntes, y un lápiz al que ya casi no le quedaba punta. A las siete y treinta y cinco, entre silencios aturdidos en si mismos, la puerta del bar se abre nuevamente. Y allí estaba. La mas luminosa de las poesías había cobrado la forma de una mujer, con melodiosos pasos se acercó hasta su mesa y pidió un café con leche con bay biscuit, ató su cabello, ensortijado y brillante, dejando al descubierto la mágica belleza de su triste mirada escondida tras las empañadas gafas. Tomé apuntes de cada detalle, de cada rasgo, de cada gesto de aquel invaluable exponente de belleza, de aquel paisaje hipnótico de nocturno mar sepia, de aquel iluminado paraje esquinado en las cuerdas de una ya ausente lógica.

Saqué punta a mi lápiz, y comencé a escribir. Sus tristes ojos aún no chocan con mi mirada Que los sabe, los conoce, los perciben, los reclaman Desde la mesa de en frente, sin encontrar las palabras Que resuman en un verso esta gloria de mirarla. Si supiera que decirle, como comenzar a hablarle Si pudiera convertirme en audacia y desparpajo Le ofrecería mi mundo de las siete de la tarde Para que venga a tomar mi alma con sus dos manos. Como esa hoja reseca, mi corazón la reclama Desde mi mesa desierto, desde mi lápiz sin punta Desde mi abismo secreto, desde una voz agotada Desde las simples respuestas que no encuentran su pregunta. No se esconda tras las gafas, y muéstreme su tristeza No deje entre sus papeles extraviada una promesa No se pierda entre las hojas, no me pierda. Me acerqué a su mesa, y solo pude decirle: Iba a seguir escribiendo, pero noté que se iba, y lo que escribía es para usted, así que elegí que se quedara con algo de lo que le digo, a que se fuera sin nada mío. Supuse que lo guardaría, y que al salir del bar mis versos correrían la suerte de las demás hojas, pero no. Detuvo su mirada en la mía por unos segundos, y luego leyó atentamente. (No hay nada más incómodo, que lean lo que uno escribe delante de uno). Lo cierto es que me preguntó: _Está incómodo ¿verdad?_

A lo que respondí: _Claro que sí, pero ha valido la pena._ Cuestión, que pasamos toda la noche bebiendo café y contándonos las historias de nuestras vidas. Éramos tan parecidos en nuestras diferencias que a cada palabra, mis desiertos se iban poblando. Su voz guardaba una paz indefinible, una seguridad insospechada, una melodía hechizada y hechizante. Así nos conocimos, en este bar, en aquella mesa. Todo nos hablaba de amor, de nuestro amor, el tiempo era nuestro, los besos nos consumían y nos rearmaban sincrónicamente, y este bar, era nuestro templo. Fueron pasando los años, y con ellos la pasión, pero el amor permanecía íntegro, puro, santo. El tiempo no pasaba a su lado y cada vez más, nuestras diferencias se hacían espejos, nuestros ojos hallaron la complicidad de los grandes jugadores, nuestros sueños eran próximos y nuestras manos, y nuestros cuerpos, y nuestras almas, hasta que la creí mía, hasta que me creí suyo, hasta que supuse que no habría fuerza que nos separe, hasta que cometí el error de hacer que ella me fuera imprescindible, hasta que no me reconocía sin ella a mi lado. Fue arrebatada de mis manos por otras más poderosas, más frías que el otoño, más fuertes que nuestro amor. Las cuencas de la muerte se posaron sobre sus hombros, y se llevaron con ella mi último verso. Desde entonces estoy condenado a este bar, que ahora es solo para las almas desesperadas, para los desconcertados, para los que sufren por amor._

Luego de seguir atentamente el relato, no pude mas que compadecerme de Anselmo, el vino había desaparecido del vaso, y tuve la necesidad de escribir, no se que, solo escribir. _Comprendo, _ me dijo Anselmo, _acá le dejo una servilleta eterna, y le presto mi lápiz, si no le importa la punta._

Texto agregado el 24-05-2018, y leído por 92 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-05-2018 Un relato excelente. Gracias. MarceloArrizabalaga
 
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