Le sostuvo la mirada con una fiereza inusitada, estaba harto de los golpes, de las palizas, del trato despectivo y del desamor.
Levantó la silla que había quedado tirada cogiendo de una pata e intentó ponerla en su lugar, pero no tenía remedio.
Después, lentamente, subió los peldaños que lo separaban de la habitación.
Hizo su bolso como el apuro le permitió: tres remeras, dos calzoncillos, un pantalón, un buzo y el libro que estaba terminando de leer.
Con el bulto armado encaró nuevamente a su padre, en silencio y con la acusación en los rasgos.
El hombre quiso protestar, quiso decirle algo, quiso pegarle, pero estaba seco.
Un ligero temblor en los labios y el color rojo rabioso del semblante podrían haber delatado el infarto, pero Raúl no estaba para fijarse en detalles. Tomó el picaporte y salió sintiéndose victorioso mientras su padre moría como habría debido vivir: solo como un perro.
Ya en la calle se sintió libre, solo lo afectaba una punción que solía sentir, un apremio que no había podido controlar desde hacia años, la imperiosa necesidad de saciar su sed.
Buscó y rebuscó un objetivo, por fin lo encontró, era una niña. |