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Relato inspirado en "Los que se alejan de Omelas" de Ursula K. Le Guin.

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Un hombre se aleja mirando hacia atrás mientras una ciudad se cae a pedazos. El hombre no sabe si es culpable de la situación, tampoco sabe si alguien más está a salvo. Camina despacio por el camino que da al oeste adentrándose de a poco en la sombra de los campos. Paulatinamente sus oídos se van aclimatando al sonido de los vientos más allá de las montañas combinado con el canto de los pájaros. El sol se ve diferente atardeciendo sobre las cimas que le van dando una suerte de escalofrío a su espalda. Por primera vez siente que la felicidad no depende de la angustia. Sonríe sintiendo una libertad en sus venas. Una libertad que le indica el camino a seguir esperando encontrar la nueva ciudad verdadera o un pueblo dónde poder vivir lo que queda de su existencia. El hombre se detiene al borde del bosque donde el sendero pierde fuerza y se mezcla con la selva y la humedad de los árboles que escapan sus copas a la vista producto de la altura. Vuelve a girarse por última vez para observar y logra divisar a la distancia el humo y el fuego como un pequeño y nuevo sol escondido detrás de la montaña más alta. Todo lo que aprendió quiere olvidarlo, pero sabe que mucho le servirá para sobrevivir si sigue caminando. No hay más pena. No hay ganas de volver a casa. No hay sentimiento alguno al pensar en la vida que deja ni en la familia. Solo una imagen se asemeja a una nostalgia. Una pequeña melancolía que lo hace dudar y repensar la idea de adentrarse en la jungla. Ve en su mente un cuarto donde ya no yace un muchacho encerrado sino un hombre al que alguien le ha dejado la puerta abierta, ha sacado las dos escobas de la habitación y también ha dejado una luz encendida. Decide ponerse en marcha en el momento en que nadie le va a ver y la luz se apaga. Toma en cuenta que ya la ciudad se encuentra en ruinas cuando pone un pie afuera de aquellas murallas oscuras que lo condicionaban a no poder contar las horas ni los días. Observa por fin en mucho tiempo la luz del amanecer y, según recuerda en esa imagen que ve, grita el nombre de su madre sin obtener respuesta. La ciudad está desierta. Alguien ha quemado las hierbas y el humo se eleva marcando el inicio del verano. Han destrozado las ventanas y las puertas abandonando todas las ropas y la comida en las mesas de todas las casas. Todos se han marchado, pero alguien antes de irse, lo ha salvado. Aún no logra entender el proceso ni los eventos. Encandilado siente la necesidad de vestirse y toma pidiendo permiso, solamente por si acaso, la ropa seca de un tendedero en un patio al borde del puente que lo llevará a los prados alejados de las estructuras ardientes que comienzan su colapso producto de la temperatura y la fatiga de material. Sin miedo, también por primera vez en su cuerpo, abre las rejas sueltas por donde cree que otros pasaron antes que él para salvarse del destino de aquel sitio. El hombre sacudiendo su cabeza, abre los ojos nuevamente y mira sus pies, ahora cubiertos por unos zapatos. Se gira una última vez para reconocer el bosque que se planta esta vez atrás de él y una nueva sensación lo invade. Acelerado, comienza a desnudarse otra vez, tira los zapatos con rabia. Rasga la camisa tomada. Lanza los pantalones gritando, aullando, casi orando a un desconocido dios mundano y se siente abandonado. Apurando el paso toma el sendero de vuelta. Es su ciudad y siente la necesidad de protegerla. Nace en él un sentido de posesión, piedad y clemencia. Una figura materna y una sensación de responsabilidad y cuidado, casi innata. Una felicidad se asoma también en su cara al bajar casi corriendo el camino que se extiende por la ladera de las montañas sin importar las heridas de sus pies ahora descalzos. Una felicidad que lo hace alucinar con la gente que recuerda. Y los ve ahí, un montón de personas ayudando a apagar las llamas, otro grupo barriendo los escombros de las torres más altas, barcos acercándose al puerto trayendo más comida y agua, agricultores haciendo corta fuegos en la tierra para salvar las pocas cosechas que quedan. El hombre llora de felicidad al ver la ayuda de la gente y al llegar al centro, ahí donde las murallas se hacen oscuras y omnipresentes, ve la entrada a la habitación donde siempre ha estado. Dos escobas caen a su espalda cuando pone su cabeza apoyada sobre la esquina norte de las paredes sucias, llorando aún, reconoce el sonido de un cerrojo chillando a través de los murmullos de algunos ciudadanos y oscureciendo las piedras que ahora lo rodean, la puerta se cierra. El hombre, algo incómodo durmiendo sobre un tronco seco en la selva, despierta.

Texto agregado el 22-05-2018, y leído por 59 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-05-2018 Es raro. collectivesoul
23-05-2018 Juzgo tu relato como un girón onírico desarrollado con experticia y mucha creatividad. Lo complicado del entorno obliga a una lectura más lenta que impida el no perder el hilo de la trama. -ZEPOL
 
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