Perezosa y suavemente comienzo a elevarme; mi cuerpo se mece a merced de las dulces melodías que ingresan al dormitorio. Cada uno de mis sentidos prontamente se agudizan al percibir a la perfección los susurrantes gritos del silencio nocturno.
Mientras tanto, las cuatro paredes de la habitación se visten de atractivos colores gracias a los numerosos ases de luz que escupe el poste ubicado en la desértica calle. Me encuentro rodeado por tranquilas sombras que danzan felices bajo las cortinas de una ventana abierta.
A un par de metros observo mi cuerpo reposar sobre el lecho de descanso, duerme plácido hechizado por las nuevas leyes físicas. Mantenemos irrompible comunicación y un extenso contacto a través del cordón de plata.
No te vi llegar; como a sido la tónica de las últimas tres noches apareces de la nada. Al principio solían asustarme mucho tus inexpresivas facciones, pero desde tu primera llegada supe que el aura que te envuelve reposa en la verdad universal.
Ahora tengo la certeza que eras un Dios sumerio; meses después de transcurridas estas tres noches, la casualidad (¿?) me llevó a encontrar tu rostro en una fotografía. ¡Es increíble eras tú! Aquella impresión que llegara a mi en forma inesperada, era el retrato de una pequeña estatua tallada en piedra caliza manufacturada hace unos cinco o seis mil años antes de Cristo.
Sonriendo me ofreces tu mano (Nunca vi expresión alguna en aquella cara, pero de alguna manera siempre supe cuando sonreía) Salimos literalmente volando por la ventana.
Veo mi cuerpo, veo mi casa, veo mi país, veo el planeta tierra alejarse a medida que nos adentramos en el espacio profundo, en dirección a esas tres estrellas que se ven a lo lejos.