FRIO Y FUTBOL
Esta noche, como todas, el frío es helado. La cama no calienta y el ambiente tampoco. De la rutina nocturna solo disfruto de lo que soy consciente: la ciudad se ve magnífica detrás de la ventana justo antes de cerrar las cortinas. Nos vestimos para dormir, prendemos las alarmas y buscamos calor bajo las sábanas. El partido de fútbol está a punto de terminar y su equipo va ganando. Me gusta observar la emoción en sus ojos, pienso que nuevamente es un buen momento para acercarme, para aprovechar esa excitación. Se da cuenta que lo miro detenidamente y procede a apagar el televisor; me pide disculpas por obligarme a ver fútbol todas las noches. Con la timidez propia de los años pasmados, lo invito a que me obligue a otras cosas pero su respuesta diplomática demuestra que o perdió la capacidad de leer entre labios o yo perdí la capacidad de provocar. Las palabras se ahogan en mi decepción. Trato de obligarlas a salir, pero ya es tarde. Él apaga la luz, me desea buena noche y se acomoda dándome la espalda.
Mis ojos se adaptan a la oscuridad para que pueda contemplar las vigas del techo, las cuento de nuevo. Ayer eran ocho, hoy son nueve. Hace tiempo las empecé a marcar en mi mente con recuerdos de otra vida en la que me sentía viva. Uno, el amigo de mi papá cuando tenía 15 y su bigote grueso que picaba…
Su respiración se vuelve pesada y lenta; le cuesta trabajo y empieza a roncar. Después de tanto tiempo el ronquido arrulla para ayudarme a dormir, pero hoy, de nuevo, estoy contando recuerdos en cada viga. Afuera un semáforo cambia de verde a rojo y colorea tibiamente mi techo, mis recuerdos. Empiezo a respirar más rápido. Dos, un profesor en primer semestre y sus gafas cuadradas que nunca se quitaba…
Me muevo poco y lento evitando despertarlo, soy consciente de mis manos, frías y dibujantes. Delineo un viejo tatuaje en la cadera, un grotesco error que no he querido corregir, pues después de tantos años sigue doliendo cuando lo toco; debió atacar alguna terminación nerviosa importante porque cuando lo acaricio produce una corriente suave que encalambra los dedos de los pies. Tres, un novio hippie y mal oliente, agresivo y dominante…
Los latidos del corazón se aceleran, miro mi siguiente recuerdo: cuatro, el pintor que me enseñó a dibujar con los dedos, las piernas, la cintura, los senos, el cuello. Tenía una obsesión por el color de mi cuerpo, un lienzo tan blanco como salido del pincel de Goya. Mis manos se mueven solas, no tengo que ordenarles que toquen la música. Caminarán de una boca a la otra. Cinco, el esposo de mi mejor amiga y ella como testigo…
La velocidad del jadeo aumenta a ritmo del ronquido, ya no es posible moverme poco. Las sábanas se escurren mientras froto un muslo contra el otro. No importa, ya no tengo frío. Se me seca la boca y trato de suavizarla con la lengua. Seis, el desconocido brasilero al que sucumbí después de tantas advertencias. No me rompió el corazón porque nunca se trató de amor, simplemente era exótico y maestro. Se concentraba en lamer mis pezones que tenían la costumbre de esconderse. Esta noche no había experto ni humedad que trabajara en ellos, la imaginación apenas estremece y mis índices no logran apuntar.
Los resortes empiezan a sonar, se me escapa una nota desde la garganta, me pregunto quién soy y qué estoy haciendo. ¿Recordando?, ¿imaginando?, ¿soñando?. Ya no tengo cautela, por lo que mi pierna roza la de él. Su ronquido se interrumpe y se acomoda un poco. Él es el siete. Fue amor, aventura y delirio. Fue abrazo y beso eterno. Fue la pareja de baile que me enseñó a moverme. Los músculos empiezan a contraerse desde los pies, mis dedos llegaron a su destino. Cierro los ojos, trago saliva, el semáforo está en rojo, las manos navegan y logran desdoblarme con la virtud que solo logra el dedo cordial. Está tenso y no duda, quiere llegar el corazón. Ocho, el mejor amigo de él, una fantasía leída entre ojos…
Las contracciones van subiendo, piernas, cadera, abdomen. Una gota de sudor sale del cuello y el jadeo ya no es sutil. La velocidad aumenta, la percusión lleva el ritmo de los movimientos y la respiración. Llevo la cabeza para atrás y cuento la viga nueve. La alucinación se vuelve agresiva, caliente, no tiene rostro ni personalidad. Tiene hambre y muerde. No puedo parar ni distraerme, me concentro en la viga, en el recuerdo simulado, en la canción de mi mente, no me doy cuenta que él se está despertando, que siente el movimiento. Siento venir el calor como una ola que me recorre desde el vientre hasta la boca. La exhalo a medida que disminuyen mis pálpitos. Sale de mí y corta la helada noche en un visible aliento gris que se le escapa a mi suspiro, al mismo tiempo que él gira y abre los ojos para decirme con somnolencia: “¿Decías algo?”.
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