Me gruñen las tripas, me arden los ojos, me duelen los brazos las piernas mi espalda; las nalgas las tengo hecho puré de tanto ir y venir ir y venir, pero no importa, he conseguido todo, ahora voy tranquilo a terminar el trabajo.
Frank me había dicho:
--Te conocen, Lou; nadie se sentiría tranquilo contigo después de realizar el encargo.
Luego, mirándome a los ojos, tajante:
--La Loba, ¡eh! ¿Me entiendes? O ella o tú. Sin excusas.
“La loba”, ya, “la loba”, le dije.
La conocía: era mi hija.
Apreté el acelerador pero desaceleré inmediatamente: calma, calma, pensé; tenía tiempo; todo el tiempo del mundo; respiré hondo y mientras exhalaba tomé un palillo y me lo metí en la boca, me hacía bien mascar algo. Luego di vuelta en la 24 y me seguí por la 18, donde se trafica y pulula el estiércol de ésta ciudad; de aquí en adelante la luna al frente y las vías del tren a un costado.
“Loba”, volvió a timbrar en mi cabeza. No podía evitarlo, su recuerdo me perturbaba desde que Frank la mencionó dos meses atrás. “Hay que despacharla”, me dijo. “Claro”, respondí.
Pero ella brillaba todavía y todavía se derramaba en mí como una gran luz de manera que fui posponiendo el trabajo hasta que éste simplemente me acorraló. La orden fue tajante.
Llegué a la intersección 8 con el cielo todavía despejado. Di vuelta a derecha avancé tres calles y giré a izquierda, después me metí en un estrecho callejón de fábricas abandonadas: New World.
Una enorme barda con una malla ciclónica en lo alto me separaba de mi objetivo. No hubo problema, conocía el sitio; hacía años sabía que había un pequeño agujero en la parte baja de manera que apenas llegué quité una lámina y me colé como lo hice durante todo el día. Caminé luego por un sendero entre la yerba alta y llegué a los laboratorios Dorel, abandonados desde la crisis del 29: tres bloques de edificios rectangulares con una franja de pasto entre ellos.
Me metí en el tercero, subí al techo escalando por un lazo que había improvisado y me acomodé listo para pasar la noche entre dos grandes tinacos.
Tenía tiempo. Tiempo era lo que me sobraba.
Frank había dicho: “No tolero a los traidores”. Yo tampoco, Frank, yo tampoco, le dije. “La loba ha pactado con Jack, Smith, Pikentón y Fred”. Lo sé, Frank, lo sé. “Quiere trabajar sin consultarme”. Sin consultarte, sí, sin consultarte. “Sabes lo que eso significa, ¿verdad Lou?” Lo sé, Frank.
Frank había dispuesto todo. Desde la dirección, las rutinas de la Loba, hasta el sitio donde debía ubicarme para eliminarla.
--No podemos tolerar eso, ¿verdad Lou?
--No, Frank.
Amaneció. Una mañana despejada y sin frío. Yo desperté tranquilo y con el ánimo en alto. Torcí un poco el cuerpo y me dirigí a uno de los tinacos. Entonces levanté la tapa y saqué los estuches que había estado acarreando, eran 4. Abrí el otro tinaco y saqué los otros 4.
En el horizonte el sol se derramaba ya en una gran velo rojo que me hizo recordar el suave cabello lacio de mi exesposa Janett, la flaca; que solía peinar en una larga cola de caballo antes de tomar de la mano a nuestra hija para llevarla al Kínder; sí, la flaca, quien un día desapareció, curiosamente después de descubrir mis trastadas y de amenazar con delatarme. Si la asustaron o se fue por su voluntad o si mato Frank, no lo sé, el caso es que un día desapareció y yo no pregunté ni quiero acordarme ya de eso.
En fin, me gustaba el día: el cielo era azul y claro y el sol brillaba que daba gusto, fundido a un aire fresco que a su vez se fundía a mí y yo a esta particular mañana que tenía facha de buenos augurios.
Luego me puse a trabajar: primero hice un hoyo en todos los pilares del segundo y tercer edificio, luego metí el plástico y los conectores, después los camuflé sin problema, tierra y desperdicios había por todos lados. En el techo del tercero subí el cable y la palanca.
Al atardecer había terminado.
Tres horas después se escucharon los rugidos de los autos. Me asomé y vi que eran cinco. Luego de un rato llegaron otros cinco más. Los muchachos se bajaron e intercambiaron saludos, yo conocía a todos, luego abrieron el gran portón de enfrente y metieron los autos; entonces varios de ellos rodearon la lateral izquierda del edificio de en medio y otros la lateral derecha, otros más se quedaron en el portón, vigilando. Eran al menos 40.
Todo estaba dispuesto para un negocio más. Yo tomé el rifle, ajusté la mira y tomé posición.
Cuando llegó Frank y salió del auto, le pegué un tiro en la cabeza.
Frank me había dicho: “tu hija es buena, sabe hacer negocios, no teme, es ambiciosa, seguro llegará lejos”, y me sentí muy bien, me gustaba oír eso; pero mi hija no sólo resultó ser buena negociadora, resultó mejor persona.
Pronto abarcó más y más territorio, sin disparar un solo tiro. Eso aumentó las ganancias y gustó mucho a Frank. Sin ningún disparo, me decía Franck, ni uno solo.
Entonces supo que fue a cambio de ceder territorio y eso ya no le gustó. Entendió mal las finanzas. Vio un enemigo en vez de una empresaria. La cosa es que Frank era del viejo estilo y mi hija era sangre nueva. Luego se enteró de los tratos de mi hija con sus enemigos y eso lo enfureció más: se sintió desplazado, no supo distinguir; pronto quizo retomar el control pero mi hija ya era el control, entonces explotó...
Una bala rozó mi cabeza.
Tumbado tras la saliente de un tragaluz podía oír a los muchachos abajo gritando y dando órdenes; también veía a otros trepar al techo del segundo edificio y diseminarse rápido a todo lo largo. Había luna, una luna blanca y hermosa que los iluminaba con mucha claridad, y daba a todo eso un toque de misterio y drama poético, como en las películas románticas. Entonces escuché que trataban de escalar el edificio donde yo me encontraba e instintivamente acaricié la palanca.
--No he traicionado a nadie, papá –me dijo mi hija cuando la cuestioné--. Yo cedo, ellos ceden, nadie pierde. Nada más quiero hacerle ver a Frank que podemos ganar pasta sin matar a nadie. Que se puede trabajar en paz; paz y pasta, papá. No hay traición.
Dos días después las cosas tomaroron otro caríz y supe lo que tenía que hacer. Ya no me presenté con Frank, tomé mi saco, di media vuelta y empecé a acarrear el C-4.
Dos impactos en los laterales de los tambos de agua me indicaron que los muchachos habían alcanzado mi posición. No hubo miedo ni sorpresa, metido en el hueco que permitían los dos tambos estaba a cubierto. No podía ver a los muchachos ni ellos a mí; pero los escuchaba: se arrastraban, corrían, disparaban; seguro hacían un buen trabajo.
Todo lo que necesitaba ahora era abrir una brecha; desazolvar el atascadero y así zanjaría mi deuda conmigo mismo. Un trabajo fácil: “peinado”, como decimos en la organización; igual que jalar la palanca del inodoro y ver irse al carajo toda la mierda: el agua nueva entraría luego. Frank y yo no éramos nada. Los muchachos igual. En realidad ninguno de nosotros valía un pepino. Éramos como una gran masa maloliente de una misma podredumbre. Pero no mi hija. Ella no, ella había puesto los pilares y armado el armazón que sostendrían luego el cambio.
…y fue bueno pensarlo así, acrecentó mi ánimo; me gustaba la idea. Después de todo participar en algo que no fuera despachar enemigos era ya un avance; al menos para mí, que no sabía hacer otra cosa. En fin, me di vuelta y quedé cara al cielo, pasmado ante esa inmensidad que sobrecogía y provocaba vértigo, y que hizo que acariciara con más gusto la palanca --pegada a mi pecho, apretada a mí como un tesoro--. Luego escuché más cerca a los muchachos: las balas, los gritos, las pisadas y sus cuerpos arrastrándose y acercándose cada vez más a mí. Una rata pasó hecha el diablo frente a mis ojos; otra saltó mis piernas y otra más mi pecho, todas huyendo y siguiendo el mismo camino. Entonces recordé a mi hija de chica, mi niña, mi cosita bella que cuando me veía llegar a casa saltaba con sus piernas de hule a mis brazos amarrándose a mi cuello y aplastando su boquita a mi cachete. "¿Por qué la recordaba así, inocente y tierna, más pura que un ángelito? ¿Por qué? ¿Me estaría viendo ahora? ¿Se sentiría orgullosa de mí?". La cosa era que la sentía, estaba aquí conmigo. Loba lobita. Loba por sus dientes disparejos y sus ojos grises, igualitos a los dientes y los ojos de su madre. Quería verla ya. La quería tanto que nombrarla era disolverme en las cosas descomunales: Cielo, Mar, Estrellas. Entonces los gritos pararon y las balas también, las sombras de los muchachos aparecieron y aquello dio la impresión de una reunión de viejos conocidos. No obstante las voces de los muchachos eran frías y cortantes, sus jadeos furiosos y sus pisadas pesadas. Me miraraban sorprendidos, no se esperaban ese encuentro, supongo. Después volvieron a apuntarme con sus armas y yo paladeé ese momento, la cercanía de mi hija muerta un día atras por Frank se filtro aún más drentro de mí y sin preambulos, y sonriendo, dulcemente aplasté la cosa esa...
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