Querido diario:
Tú, depositario de mis cuitas, serás el refugio donde te contaré lo que me pasa. Por fortuna estás escondido en mi “compu”, así que la dueña de mis quincenas no podrá leerte, ya que ella dice que los artilugios modernos son cosa del demonio.

Yo, era feliz de soltero, cerca más bien de los cuarenta. Pero las mujeres se unen para quitarle la alegría a los buenos cristianos como yo era. La santísima trinidad formada por mi abuela, mi mamacita y mi futura suegra complotaron para que me volara con una jovencita, tranquila, adorable y modosita a más no poder, hasta que un sacerdote, viejo cabrón, dijo las palabras: “hasta que la muerte los separe”. ¡Ay de mí!

Ya te he contado que al recibir el anillo nupcial la adorable doncella se ha convertido en un sargento de tropa, claro, no tan feo como el que me dio la instrucción militar cuando fui conscripto, pero igual de fregones y mal geniosos los dos.

Yo era un cristiano viejo, a veces intolerante y a veces medio pendejo. Ahora odio los domingos, pues la madre, de mi niña, me obliga ir a misa a oír un malevo sacerdote español primo de mi suegra, bruja elegante, pero con el alma negra. No sé, pero cuando regaña este presbítero en el sermón a los infieles parece que se me queda mirando. Me sabrá algo o habla al puro tanteo.

La comida de este día santo es en la casa de la bruja, la mamita de mi media naranja, y ni siquiera hay el consuelo de ponerse incrospido para olvidar las penas, pues no se puede con el “agua de horchata” que de mala fe nos obsequia la dueña de la casa, disque, por ser sabrosa.

En las reuniones donde hay parejas y muchachas casaderas, estas últimas se desviven por un chavo sangrón pero que es soltero.
Él es el único que está contento, todos los demás somos casados con cara de circunstancias. Yo de cabrón y con cierta envidia le pregunté: “por qué no te has casado”.
Me dirigió una torva mirada y respondió fríamente: “de pendejo”.