Mi vida estaba tan llena de ficción que cuando me ponía a escribir sólo me salía la realidad- sin pretenderlo- de mis asuntos personales.
Qué cómo se llega a tal extremo. Hay que tener una profunda voluntad de vivir. Una vez que se superan todos los límites del sufrimiento, queda una soledad tan diáfana que linda- para sobrevivir emocionalmente- la pura fantasía.
Lo demás es ponerse delante del papel en blanco. Salen sólo porciones de realidad personal. Una realidad personal fantástica que se puede utilizar a estos fines de emborronar papel con cierto oficio sin llamar demasiado la atención por auto- biográfica.
Se lo explicaba a un amigo. Aquella novela- que comentaba- tenía el valor de haber sido escrita por una persona casi totalmente desarraigada. No suele ser el material del escritor en general: un ser que paga sus impuestos y sostiene las gabelas propias de un padre de familia, que se sujeta a una disciplina laboral como un tornero fresador- por poner un ejemplo. La mía era literatura terapia, literatura en la que la imaginación estaba siendo suplantada o era reemplazada- para poder llevar ese nombre, de literatura- por la necesidad que impone el desarraigo, la soledad, el vacío existencial.
Lo bueno habría sido ganar de paso una perrillas con ello. No crean; es rara avis, pero se da.
Por ello aquel día me propuse- si quería seguir en ello- no llevar a la página en blanco más que lo que constituyera puro elemento de fantasía. Ya estaba bien de copiarse a uno mismo; de hacer meta literatura; de dorar una y otra vez una perla que amenazaba con no caber en el mundo.
Para ello- en primer lugar- había que buscar un personaje. Un personaje fuera de clichés literarios. Era difícil ,pero se me ocurrió una idea. En adelante- un auténtico filón- escribiría sobre lo que hubiera sido de mí de haber discurrido mi vida como la del común, con aquellas gabelas propias de la subsistencia. Es decir, empezaría a escribir nuevamente como si fuera un escritor normal.