Emilio Salamanca nacido y criado en la ciudad de Chañaral, era bajo, esmirriado, muy humilde. Con apenas 17 años pertenecía a una extensa casta de mineros en su familia; tal como lo eran sus hermanos, primos, amigos, y la mayoría de residentes en “El Salado”, pequeño pueblo minero anclado firmemente en la cordillera de Los Andes.
No había mucha diversión en el lugar, por tanto era común que quienes se reuniesen fueran siempre las mismas personas, cuyas conversaciones derivaban invariables en los mismos temas; mitos, leyendas, e historias sobre tragedias y sobrevivencias concernientes al mundo minero. Era frecuente en los momentos de descanso, el relato de experiencias cercanas a la muerte, como también en relación a los muchos riesgos involucrados en tan arduo oficio.
Los mineros más experimentados relataban historias antiguas, de esas transmitidas de generación en generación. Con ellas alimentaban sus noches hasta transformarlas en madrugada. Fue en una de aquellas ocasiones en que el joven Salamanca escuchó acerca de los milagros atribuidos a ‘La Moreneta’ La Virgen de Montserrat.
La historia contaba de un osado minero sin temor a la muerte. Él se confiaba con total fe a ‘La Moreneta’ cada vez que ingresaba a los laberintos de la mina. Aseguraba sentirse protegido por La Virgen y en efecto, así lo parecía. Había sobrevivido a caídas, derrumbes e innumerables accidentes a lo largo de su trayectoria laboral, sin un rasguño.
Finalmente - señalaba el narrador - falleció a una edad muy avanzada, cuando la muerte se lo encontró entre los recovecos del cerro ya cansado por tan larga existencia.
Escuchar aquella proeza le cautivó, calando profundo en la conciencia del joven Salamanca, quien —como la mayoría de mineros — era muy supersticioso. En cuanto escuchó la historia sobre el poder asignado a La Moreneta quiso ir aún más allá, llevando a cabo lo que le pareció una idea genial; en una pequeña lámina de acero inoxidable talló cuidadosamente la virgen. Luego hizo un pequeño tajo en su antebrazo izquierdo e introdujo en él la pequeña escultura. Mientras lo hacía, repetía cual mantra “ …quien cree en La Moreneta no muere… quien cree en La Moreneta no muere ”. Salamanca no contó nunca a nadie lo que había hecho.
Vivió una vida apacible, se hizo adulto, contrajo matrimonio, tuvo hijos. Le acompañó una salud de hierro, sin sobresaltos ni accidentes. Cuando había derrumbes en la mina, eran fuera del turno de Salamanca, o cuando éste recién había concluido la jornada. Si algo inesperado llegaba a suceder estando él presente, afectaba a todos quienes estuvieran alrededor, a todos, excepto a Salamanca. Algunos compañeros se dieron cuenta lo inquebrantable que resultaba su integridad física, pero él salvaba la situación asignándolo simplemente a la buena suerte.
Pasaron los años, sus hijos lo hicieron abuelo y con el correr del tiempo fue jubilado por la empresa, sin embargo, dado el excelente estado físico y de salud que poseía, continuó prestando servicios para ella como contratista en diferentes áreas.
Vio modernizarse la minería, cambiar jefaturas. Conoció y se maravilló con los avances tecnológicos, pero también, con infinita tristeza, fue enterrando uno a uno a todos sus amigos, a su mujer, a sus hijos, a sus nietos… él seguía en la vida.
Más el tiempo es implacable y no perdona. Aquella vejez se prolongaba en forma desmedida. Comenzó a sentirse abrumado, aniquilado con tanta existencia. Casi sin darse cuenta los días se habían transformado en una terrible agonía. Perdió la ilusión, la alegría… una razón de ser.
Salamanca decidió una mañana que ya era hora de partir. Desde ese momento se recluyó en su cama. No hubo fuerza ni discurso válido para hacerlo cambiar de opinión. Pasaban las semanas, los meses, los años, pero la muerte no se acordaba del viejo Salamanca. Estaba cansado, cansado de vivir. Mientras, en el pueblo, se murmuraba en forma constante tan extraña longevidad, levantando fuertes sospechas, más que mal era el viejo más viejo del pueblo, en realidad el viejo más viejo de todo lugar conocido. Algunos incluso aseguraban que habría hecho algún tipo de pacto con el mismísimo diablo.
Una noche de insomnio, inserto en la agónica espera por la muerte, Salamanca observó detenidamente su antebrazo, recordando. Llamó a su bisnieto menor, su favorito, minero también. Le pidió ayuda para extraer la figura de ‘La Moreneta’.
Sangre de mi sangre — le dijo— esta pequeña talla de la Virgen de Montserrat me ha protegido toda la vida, pórtala ahora tú para que te cuide como lo hizo conmigo. Luego, con profunda devoción y respeto, la depositó en las manos del joven. Dicho esto el viejo Salamanca al fin cerró los ojos, falleciendo en perfecta calma.
Al velorio asistió infinidad de gente, siendo el más concurrido que se recuerde en toda la historia de Chañaral. Junto con él moría un mito. El impulsivo e irreverente joven Salamanca recordó la figurita, pero pensó no, no me la insertaré, en cambio prefirió depositarla al interior del ataúd del viejo, para que lo acompañase en el más allá.
Tras el funeral pasaron algunos días. Todo volvió a la normalidad. El joven se integró al trabajo, a su turno, pero a las pocas horas un colapso en la mina lo dejo fatalmente sepultado bajo tierra para siempre. Mientras, en el cementerio, algo lejos de allí, el viejo Salamanca permanecía en su ataúd, también enterrado para siempre, pero fatalmente vivo.
M.D
Nota: Este Cuento fue creado con la intención de participar en el concurso Relatos Fantásticos, convocado por Marcelo Arrizabalaga. Lamentablemente, por motivos de carácter personal, no me fue posible enviarlo antes de la fecha de cierre. Mis disculpas para con Marcelo, con quien me comprometí en participar.
Un abrazo,
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