Hojeábamos la carta de vinos. El camarero nos recomendó una bodega de moda regentada por el primo de un amigo del cuñado del hijo menor del antiguo enólogo de Pago de Carraovejas. Perdido en ese bosque genealógico, se me ocurrió preguntar cuánto costaba la botella. Mi amigo me miró desde ese altísimo paraíso reservado a los ricos de verdad y con una sonrisa me dijo: “Preguntar el precio es de pobres”. Yo le devolví una pobre sonrisa.
Ni los percebes ni el Wellington consiguieron ya espantar mi complejo de inferioridad durante el resto de la comida. Sólo pensaba en la dichosa frase: “Preguntar el precio es de pobres”. Y es que mientras los pobres nos empeñamos en convertir las cuatro perras que tenemos en vino, percebes o zapatos, los ricos ya han alcanzado la cima evolutiva de la economía. Esta superespecie corretea despreocupada por ese edén donde el dinero ya ha alcanzado su máximo nivel de abstracción y se ha desvinculado definitivamente de los bienes terrenales. De estos elegidos es el dinero grande y puro que ha roto por fin las cadenas con lo material y se ha escapado de la caverna para vivir elegante y etéreo en el mundo de las ideas. “Preguntar el precio es de pobres”. Comprar cremas con dinero es de pobres. Usar el dinero, es mancillarlo. Los mejores millones son los inútiles. Usar el dinero es de pobres…
En los postres, mi amigo me sacó de mis cavilaciones. Se había olvidado la cartera en casa.