Había estado en una tienda de libros antiguos y descatalogados, y aunque no encontré el que buscaba me topé con un legajo de papeles orillados que respondían al estrafalario título de “El mundo de Jauja”. Las hojas estaban todas manuscritas, sin escatimar tachaduras e incluso algún borrón indeleble. La mancha me privó poder leer la fecha completa en que habían sido escritos, al estar emborronadas las dos últimas cifras; también, el nombre del autor, del que solo podía reconocerse algunas letras, teniendo que conformarme con saber que pertenecía al siglo XX. No obstante, las grafías que componían lo que al parecer tratábase del destinatario se destacaban con claridad. Decía así: “Al mundo mundial”. Me pareció que podía ser interesante y decidí llevármelo.
Por la noche, sentado en mi terraza y disfrutando del aire del Levante me dispuse a leerlo, haciéndome acompañar por una botella de whisky con 20 años de barrica, al que añadí unos cubiletes de hielo que no tardaron en fundirse con el líquido.
Nada más iniciar la lectura sentí una extraña fascinación.
«El poder de la inteligencia no puede ser suplido por el de la espada. Ni Atila el huno, que no dejaba crecer la hierba bajo sus pies; ni Carlomagno, que cimentó la vieja Europa; ni Gengis Khan, que sometió Europa y Asia; ni el persa Ciro II el Grande, que creó el mayor imperio de su época; ni Alejandro ni César en su afán expansionista por colonizar el orbe; ni el Primer Cónsul de Francia pretendiendo adueñarse del mundo; ni el ex seminarista que levantó el telón de acero y procuró expandir el comunismo urbe et orbi; ni siquiera el lunático soñador del bigotito y la esvástica que se apoyó en el III Reich consiguieron que se les entregara. Es necesario cambiar el mundo y yo he concebido cómo hacerlo».
Bebí un trago y proseguí aquella inicialmente interesante carta.
«Lo primero que se impone será reducir los nacimientos. Hechos mis cálculos, cada minuto nacen en el mundo 253 y mueren 105 personas; cada hora 15.181 por 6.322; a diario 364.335 contra 151.729. Todo lo cual arroja un saldo del 58,36% para los que vienen al mundo y el 41,64 para los que abandonan definitivamente este valle de lágrimas, lo que equivale a una diferenciación del 16,72%. Al mismo tiempo, resulta insostenible el patrono de producción con relación al consumo, ya que en la actualidad, basados en la huella ecológica del promedio mundial, el gasto es un 25% mayor; de lo que se colige fácilmente que la humanidad está utilizando mayores recursos de los que crea.
Yo propongo un plan que invertirá las cifras: regular la natalidad hasta que se nivele con las defunciones, pues así habría menos bocas que alimentar, y al mismo tiempo, aligerar las calorías de las ingestas y procurar que el dispendio descienda hasta obtener un superávit de igual cifra que la excedente. Con lo cual, de paso, conseguiríamos un prototipo de ciudadanos más esbeltos, y por consiguiente, reducir el riesgo de las enfermedades cardiovasculares.
El paso siguiente consistiría en hacer todo lo contrario a lo que sucede en algunos países, que se fragmentan para crear nuevos reinos de taifas, diferente gobierno, su propio sistema recaudatorio, etc. O sea, los nacionalismos. Es necesario, para ser fuertes no dividir, sino unificar. Por ello, habría que suprimirse las fronteras y dar lugar a una única nación. Una especie de ONU, pero no ficticia, sino real. Que cohesione y no vete. De esta manera no habrían más guerras para apropiarse de los recursos extraños- todas ellas no son sino para eso- e imponer los propios (con la paradoja que el vencedor reconstruye el país que ha destruido, se hace amigo del contendiente, lo rearma y acaba vendiéndole sus productos, convirtiéndolo en su aliado). De paso, los niños no tendrían que aprender ni renovar la enorme lista de las naciones que integran el mapamundi.
También, al haber un único Presidente Mundial, que sería elegido por votación popular durante un periodo de tiempo, se harían prescindibles las castas políticas, que tanto proliferan, que tanto medran, tanto lían y tan poco solucionan, a no ser en lo referente a las prebendas de muchos de ellos y a lo que trincan también algunos, no dudando en cargar de impuestos a los ciudadanos, que de tener en ellos a sus servidores, se transforman en siervos(sólo son realmente libres en el momento de votar, pues después de esos escasos minutos hipotecan su voto y voluntad por cuatro años) Así, nos desembarazaríamos de tantas lenguas que nos confunden como una moderna Babel. Las banderas que nos representan actualmente y que unos ultrajan y otros veneran, se convertirían en una única enseña mundial.
De igual manera he pensado en las religiones: cuando el ser humano tomase consciencia de la paz reinante entre el hermano lobo y la hermana oveja y retomase la humanidad perdida durante siglos, hasta el punto de dejar de convertirse en fiera para sus semejantes, entonces, serían oficialmente sustituidas por la ley del amor universal (aunque se respetase las creencias más trascendentes a nivel de la conciencia de cada ciudadano).
El último paso a dar sería la igualdad entre los hombres y suprimir la riqueza y la pobreza. Como consecuencia a esta medida, el comunismo no tendría ya razón de ser, ni siquiera a nivel teórico. Tampoco el capitalismo o economía de mercados, pues siendo éste único no sería necesario el tráfico de las materias primas (podrían ser argüidos muchos ejemplos, pero baste citar la actual influencia de los países que poseen el petróleo y dominan los mercados, que hunde a unos y elevan a otros, en la eterna lucha fratricida de Caín contra Abel)
Concretando más: el dinero dejaría de existir y se evitaría su comercialización como mercancía divinizada. Cada uno contribuiría con su trabajo- sin conceder mayores privilegios o prestigio a unos a costa de otros; esto es, todas las ocupaciones tendrían igual consideración social. Pues, siendo importante acudir al médico cuando se está enfermo ¿es cosa baladí recurrir al fontanero cuando tenemos un escape de agua en el grifo del cuarto de baños y se nos inunda la casa? Los bienes que hay en el mundo se repartirían equitativamente, no como dice el Derecho Romano, que consistía en proveer de lo necesario según la producción personal, sino el evangélico, dar a cada cual según necesita. De esta manera, concluida la lucha de clases todos los hombres serían iguales.
En el transcurso de la Historia, y así hasta nuestros días, los fuertes se impusieron a los débiles y obtuvieron sus recursos, transmitiéndoselos a sus descendientes. ¿De dónde provienen los latifundios? ¿De dónde el acaparamiento del poder? ¿Qué son en realidad los poderosos, reyes y príncipes sino raíces de un árbol implantado en su momento con violencia, que se apropió de esa tierra y se perpetúan en el tiempo presente? ¿No son nuestras leyes decretos para proteger a los que mandan en el mundo? ¿Acaso las democracias no benefician ante todo al fuerte? ¡Y todo ello bajo el amparo del sacrosanto derecho de la Ley! Es necesario acabar con todo esto sin ira.
Me propongo crear un nuevo orden. Un nuevo mundo. Un solo país. Ya no habrá tensiones, porque nadie deseará lo del prójimo y por tanto desaparecerán los delitos, haciéndose innecesarias las cárceles. No se robará ni se envidiará, porque todos tendrán lo justo. Finalmente, las guerras solo figurarán en los viejos textos de la historia»…
Había leído con avidez varias de las hojas; di una cabezada y abrí los ojos bruscamente. Entonces me sobrevino un extraño sopor, privándome de concentrarme en el resto de la lectura, que se me antojaba tan interesante como extravagante.
Haciendo un esfuerzo, luchando por no dejarme dominar por los vaporosos efectos del alcohol, desfilaron por mi mente, como ráfagas, una serie de interrogantes:
¿Y qué decir de los daños colaterales? Si se equipara a todos los hombres, se impondrá el direccionismo. Los ciudadanos tendrán que ser guiados, como en el “Gran Hermano”, de Orwell, y consecuentemente perder la libertad. Hombres “teledirigidos”. Hombres sin iniciativa. Esclavos de un sistema.
Los hombres no se esforzarán, y con ello se extinguirá el talento; muerto el afán de superación y de lucha dejarían de existir los genios que han determinado el curso de la Historia: músicos como Mozart o Verdi, que asombraron por la lucidez de las composiciones de sus Réquiems, invocando la clemencia del Altísimo en el día de la Ira; pintores de la calidad artística de un Velázquez, cuya obra maestra “Las Meninas” es reconocida por doctos y profanos, o un Rembrandt, cuyo lienzo “La ronda de la noche” es una maravilla de contrastes por los juegos de luces y sombras que evocan el tenebrismo de otro maestro como Caravaggio ; poetas de verbo fluido como Quevedo, que supo plasmar la picaresca castellana en “La vida del buscón”, o Dante, autor de la “Divina Comedia”, que narra su viaje en compañía de Virgilio por el Infierno, el Purgatorio y El Paraíso; escritores con el ingenio de Cervantes, que nos retrata a tantos en su Don Quijote, o Shakespeare, cuyo “Hamlet” expresa lo que esconde el alma humana por boca del Príncipe de Dinamarca, cuando recita aquello de “Ser o no ser, esa es la cuestión”, Papini, con su “Juicio Universal”, retrato de las figuras de la Historia en el día del Juicio, o Unamuno, cuyo humanismo y filosofía se refunden en su libro-pensamiento “El sentimiento trágico de la vida”; políticos (¿sería posible prescindir de ellos?) con la capacidad de Maquiavelo- a pesar del modelo que propugnaba del gobernante autoritario-,padre de la Ciencia Política moderna; o arquitectos de la creatividad de Gaudí, creador, innovador por su sentido innato de la geometría y el volumen, cuya relevancia queda plasmada en “La Sagrada Familia”, o Imhotep, artífice de la pirámide escalonada de Zoser, que guarda los restos del faraón del cual toma su nombre; y también artistas de fama mundial que han dejado impresa su huella en el tiempo con esculturas como el Moisés de Miguel Ángel, del que según cuentan los cronistas de su época, viéndolo tan perfecto le golpeó con el martillo, gritándole: “¡Habla!”.
Y considerando que lo tienen todo y que no es necesario luchar con ahínco, surgirán por doquier jóvenes Ananías, sujetos que serán parásitos para los demás, pretendiendo vivir a costa de ellos. ¿Para qué trabajar, pues?- se dirían los muchos- Y en tal caso ¿qué hacer con ellos? Ni siquiera habría centros para reeducarlos, porque quedaron suprimidas las prisiones; y tampoco podrían ser desterrados, pues el mundo sería un único país. ¿A dónde enviarlos? Y a nuestros mayores ¿quién los sostendrá? También…
El vaso se me había escurrido por entre los dedos manchándome el pantalón. Si no me hallaba ebrio del todo, casi. La cabeza me daba vueltas como una peonza y empezaban a ser livianos mis pensamientos. Pero, antes de entregarme en brazos de Morfeo, pensé en el estrambótico panfleto o ideario. Y todavía tuve tiempo de hacerme entender, que en cuanto se me pasase la mona proseguiría ininterrumpidamente la lectura hasta conocer el alcance de sus conclusiones. De inmediato, se hizo para mí la nada. Ya les contaré.
Ángel Medina.
25-04-2018.
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