En cuanto la miré supe que tenía que hacer algo respecto de ella; no podía permitir que permaneciera así: tan bonita, tan indiferente, tan lejana a todo. No es que sintiera algún tipo de aversión hacia ella, al contrario, me corroía una atracción irremediable su vestimenta alba, su delgadez, su irreprochable pureza. La conocía yo bastante bien, sabía de sobra que si se lo proponía, podía ser una tirana inconmovible, reacia a cualquier súplica o sufrimiento. No podía quedarme así como así, como si no me diera cuenta de lo desdeñosa y manipuladora que podía llegar a ser, segura de su virginidad y belleza.
La observé con detenimiento: deseable, perfecta, capaz de provocar pensamientos lúbricos y pasiones arrebatadoras. Al verla tan serena e imperturbable, me entraba un sentimiento irrefrenable de mancharla, de mancillar su virginidad, de no tener compasión con ella y hacerle pagar de alguna manera su constante indiferencia. ¡Qué ganas de violar su intacta pureza!
No pude resistir más. Me acerqué a ella con el arma en la mano derecha hasta casi tocarla; un leve movimiento bastaría para terminar con todo aquello. Tuve un instante de duda, pero mi deseo, mi pasión incontrolable y la rabia que me acometía, pudieron más. Con un movimiento rápido descargué con fiereza sobre ella el fino punto de mi bolígrafo y comencé a garrapatear algunas palabras sobre aquella hoja de papel de inmaculada blancura.
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