Extraña pareidolia
Uno de los sucesos que más recuerdo de mi niñez está relacionado con mi afición a encontrar figuras en todo lo que, por tener colores y formas diversas, llamaba mi atención.
Aquella mañana, como siempre, me había detenido a observar el cielorraso de mi habitación, construido con tirantes de madera lo suficientemente rústicos como para esconder miles de formas que mi imaginación creaba, y como siempre, terminé asustada por la presencia de un puma, o león americano, echado en posición de alerta, como si estuviera a punto de saltar encima mío. En esa ocasión repetí lo que venía haciendo desde hacía un tiempo: levantarme e ir corriendo a la cocina de nuestra casa de campo, para contarle a mamá lo que me sucedía.
Mamá estaba atizando el fuego para calentar la leche recién ordeñada y casi no me escuchó, aunque ya sabía de memoria su respuesta: -“Es tu imaginación…”
Ese día estuve jugando afuera con poca ropa y, como a la tardecita refrescó demasiado, me pesqué un resfrío. Al otro día no pude levantarme de la cama. Temblaba.
Mi león se hizo presente en mis incursiones por el cielorraso y, para no variar, eso me intimó. A cada ratito llamaba a mamá para que me acompañara. Le conté que lo veía agazapado y a punto de saltar sobre mí y le supliqué que no me dejara sola.
Debo haberme dormido ya que desperté sobresaltada ante la visión del león, que decididamente se me venía encima. Me restregué los ojos para convencerme que no estaba soñando, pero el león ya estaba dentro de mis sábanas, amenazándome una y otra vez con sus garras abiertas. Yo quedé inmovilizada por el terror, y aunque al abrir los ojos la visión desaparecía, ni bien el sueño me vencía nuevamente volvía a aparecer esa bestia que se abalanzaba sobre mí. Alcancé a gritar con todas mis fuerzas y aparecieron mis padres.
-¡Mamá, mamá! ¡El león! ¡Me va a matar! ¡No me dejes sola, mamá…!
Mamá me tocó la frente.
-Está delirando –dijo. -Tiene mucha fiebre.
Papá fue a buscar a una curandera que vivía en el campo vecino para que me midiera la fiebre. En tanto el león me seguía atormentando. Mamá, a mi lado, rezaba.
Sentí que ladraban furiosamente los perros, y en ese momento entró papá con la curandera, que se santiguó y me puso la mano sobre el pecho. Yo la escuché rezar y aunque nunca supe qué pidió en sus oraciones, supuse que quería alejar al león de mis pesadillas.
No sé si fue por efecto de los rezos de la curandera, o por los caramelos de menta que me dio mamá para aliviar la garganta, o tal vez por los paños de agua fría para bajar la fiebre que me aplicó, pero el caso es que me sentí mucho mejor. En ese momento miré hacia el cielorraso y el león ya no estaba. En su lugar vi los nudos de los tirantes de madera con que estaba revestido, y nada más. Suspiré aliviada.
Esa noche dormí tranquila y al otro día me levanté con mejor ánimo. Era prácticamente un día de invierno, y algunos rayos de sol que se filtraban entre la disminuida vegetación iluminaron la figura de un gran león americano muerto, colgado cuan largo era de las ramas de un árbol.
-Lo cazaron anoche los perros –me explicó uno de los peones del campo. –Seguramente quería visitar el gallinero…
Escrito para el reto: "Relato fantástico" (Otro más) |