Verlo al Ñato trajo inmediatamente a mi memoria lo ocurrido treinta años atrás.
Se había ido de la plaza, donde estuvimos bebiendo cerveza helada con la intención de pasar por la iglesia antes de llegar a su casa. Un camino que todos los días, al caer la tarde, repetía.
Salió de la Iglesia a los pocos minutos de haber entrado, apenas traspuso la puerta principal se oyeron los primeros disparos y el Ñato cayo rodando por las escaleras.
Algo de todos los días.
Al día siguiente comenzaron a velarlo en la casa de su madre. Siguiendo la tradición, durante las cuarenta y ocho horas que duraba la ceremonia, todos los familiares directos se encontraban presentes y los amigos más allegados.
El café y el anís, generosamente distribuidos, ayudaban a que las horas corrieran con menos parsimonia.
Al cabo de la primera noche, un repentino apagón dejó la ciudad sin luces incluyendo la casa de la madre del Ñato. Las pocas velas que rodeaban el cajón, tal vez por alguna repentina brisa o por un movimiento inesperado de alguno de los presentes se apagaron.
En la total oscuridad se oyeron los sollozos de la madre del Ñato y alguna voz que intentaba consolarla.
El apagón no habrá durado mas que hora u hora y media, tiempo que la mayoría de los presentes aprovechó para asomarse a la puerta y comentar lo inesperado y extenso del mismo.
Ni una sola luz se encontraba encendida hasta donde alcanzaran a ver los ojos.
Al cabo de ese tiempo, primero un breve temblor lumínico y luego el amarillear de las bombillas, volvió la cosa a la normalidad.
Volvió es un decir. El cuerpo del Ñato no estaba en el cajón.
Sorpresa y temor se apoderaron de todos los presentes y comenzaron a bullir, ayudadas por el anís, las explicaciones más absurdas tratando de dar cuenta de la ausencia.
Ninguna justificación colmó a los presentes. Los muertos no desaparecen ni porque se los haya llevado el Diablo ni porque la Virgen les haya devuelto la vida.
En la mañana siguiente, cerca del mediodía, la discusión se centró con los de la funeraria, empeñados en cerrar, soldar el cajón, y poder enterrarlo, con o sin muerto adentro y los familiares que querían que se llevaran el cajón vacío porque ya no tenía sentido enterrar a un muerto que no estaba.
La comidilla de lo sucedido duró varios meses en el pueblo, por lo menos hasta octubre, que fue el mes en que partí para terminar mis estudios de medicina en la Capital.
Me recibí de médico tres años después, hice en otros cinco años la residencia en el Hospital Central y luego me establecí como médico generalista en un suburbio de la Capital.
Allí pasé los siguientes veintidós años tratando de paliar desdichas humanas y envejeciendo.
Hace no mas de una semana decidí cambiar de aire y volver al pueblo de mi infancia y juventud.
De la terminal de ómnibus fui caminando hasta la casa que había alquilado, en el trayecto, necesariamente tuve que pasar por la casa de la madre del Ñato.
Me llamó la atención la puerta entreabierta y un profundo aroma floral y a incienso.
Traspasé la puerta y vi la misma imagen que treinta años atrás, los familiares directos y los mas amigos rodeaban el cajón en que el Ñato descansaba finalmente.
Su cuerpo estaba intacto, hasta la vieja cicatriz que le dibujaba un semicírculo en la mejilla izquierda parecía tornarse carmín, exactamente igual que cuando, treinta años atrás, la ira lo iba dominando. |