A JAYA
Pepe es un hombre difuso que se dibuja sobre mi retina. Bajito y de vientre amplio, dueño de una risa de esas que contagia y que se le escribe ancha sobre el rostro mientras achina sus ojos oscuros y da el disparo de partida a la carcajada generalizada de quienes le rodean.
Bueno para la chacota o "para joder" (como diría el tío Hugo, con una sincera sonrisa) y llenecito de frases o dichos que matizaban la cotidianidad, mientras afiebraba la garganta con un destilado de uva artesanal; padre, esposo, amigo, campesino, peluquero, caporal... trabajador, muy trabajador y yo agregaría que dotado de una visión adelantada a su tiempo y a su escasa formación académica; intuitivo en su máxima expresión.
Y presumo que eso último se lo heredé, porque nunca lo conocí, pero llevo años oyendo de él; oyendo una y otra vez las mismas anécdotas, que no dejan de asombrarme, entristecerme o hacerme reír de buena gana. Porque Pepe fue un experto tejedor de historias, que tejió su existencia sobre quienes le amaron y lo acompañaron hasta la última lágrima que se deslizó sobre su mejilla tras el último aliento, aquel mismo día que su "negra" sobre un pupitre sanmarquino empezaba a tallarse el futuro y el manto negro de la orfandad primigenia se tendía sobre su descendencia, un diez de abril pasadas las tres de la tarde en domingo de resurrección.
Nunca lo conocí, pero tengo la certeza de que me hubiese querido... De que me habría aceptado contestataria, revolucionaria y que habría atendido a mis reclamos, a mi cariño y a la confianza que le he negado a todos los demás, con dos palmadas en el hombro y menos sumergida en tanta duda y esa soledad intrínseca que camina conmigo y que nunca me abandona.
Aquello fue lo primero que pensé, cuando la vida entre sus jugadas, treinta años después de su muerte, nos puso de frente.
Una exhumación y un segundo funeral y caminando detrás, en religioso silencio, como quien vive por gracia un duelo sembrado, mi abuelo, mi querido abuelo y yo, por fin nos pudimos encontrar...
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