— ¡Las ceras; solo faltan las ceras! —llegó gritando, alborotada, Crisálida, la empleada de doña Dorila que nunca hablaba en broma.
— ¿De qué ceras hablas muchacha? —preguntó la señora.
— Es don Tulio; ha muerto don Tulio. Está tendido en una mesa, cubierto con una sábana blanca, allá en la sala de su casa; pero —repitió—, ¡sólo le faltan las ceras!
En la esquinadel Jr. Dardanelos y Jorge Chávez, vivía la hermana de doña Dorila cuyo hijo se llamaba Tulio. Allí, en su sala, que tenía una puerta que daba a la calle Jorge Chávez, tendido de espaldas, sobre una toscamesa, cubierto con una sábana blanca, yacía don Tulio, con los brazos cruzados sobre su pecho,durmiendo el sueño eterno. Crisálida lo conocía muy bien, don Tulio llegaba a la casa porque era familia cercana. Incluso, era muy de su agrado ya que, en cierta oportunidad, Crisálida se había referido a él como el hombre indicado para su futuro esposo: “Si con este no me caso —lo habían escuchado decir—, ya no me caso con nadie”. Y ¡tran! me quedo sola a vestir santos.
Aquel día, como siempre, don Tulio amaneció al “corte” deley como decimos en los pueblos del interior del país, al acto de beber en ayunas el primer trago de aguardiente de cada día. Pero don Tulio no se contentó con uno, fueron dos;luego,tres y así hasta que, al medio día,escucharon gritaruna voz desde la “acequia madre”, ubicada a casi la mitad de la falda del Huishquimuna, cerro tutelar del distrito El Huauco:
— ¡Tulio Alicanto ha muerto!... ¡Avisen a su familia!... ¡Tulio Alicanto ha muerto!...
Desde la plaza mayor del pueblo, los que tenían buenos ojos, alcanzaban a ver con claridad el cuerpo tendido de un hombre junto a una cerca de piedras.
Bastó que alguien repitiera lo que sus oídos habían escuchado para que toda la gente comenzara a aglomerarse en el centro de la plaza y, señalando el cuerpo gritar:
— ¡Don Tulio ha muerto!... ¡Don Tulio ha muerto!...
La noticia voló como vuelan, desde los árboles, las aves al escuchar el disparo de un cazador furtivo de los que, felizmente, pocos se ven en estos tiempos.
Fueron dos los amigos de Tulio que iniciaron el traumático descenso cargando su cuerpo sobre sus hombros. Poco a poco el grupo se convirtió en tumulto que, muy alborotado, avanzaba escuchando la voz desesperada de uno de los cargadores que a cada paso repetía:
— ¡No respira y está frio! ¡No respira y está frio!
La madre de Tulio, enterada del hecho, optó por ir a la Posta Médica a solicitar pronta ayuda. Parecía cantar cuando lloraba:
— Era el único hijo que me quería, Dios mío… ¿por qué me lo has tenido que quitar?
— ¿Y qué me dices del Próspero, del que está en Lima, ese también es tu hijo, no? —le decía una vecina, que lo acompañaba, para tranquilizarla.
Mientras tanto, el tumulto con el cuerpo de Tulio había llegado ya a la casa. Los amigos lo acomodaronen la mesa que la familia usa para servirse los alimentos. Una sábana blanca ídem sudario cubría el cuerpo.
Eran aproximadamente las seis de una tarde hora en la que hasta los perros, que corrían de un lado a otro, lucían tristes. Don Samuel, un profesor primario, vecino y familiar de doña Dorila, subía la cuesta de la Dardanelos. Al verlo, la vecina que la acompañaba, apuró el paso y le confesó:
— Don Samuel,… ha ocurrido una desgracia.
— ¿Qué pasó mamá Dorila? —requirió muy preocupado don Samuel; pues, era su tía madre y así lo trataba.
Doña Dorila, entre suspiros y llanto, exclamó:
— Mi Tulio ha muerto, ¡el único que me quería!
Don Samuel, familiar y amigo de Tulio, pensó: “Seguro que este cojudo otra vez se haemborrachado y se le ha bajado la presión”.
— ¡Vamos, vamos mamá Dorila! Si está muerto,… ni los médicos, ni nadie podemos hacer nada.
Abrazando a doña Dorila, subió don Samuel acompañando el dolor, consolando a la tía, junto a la buena vecina. En la casa, el alboroto de la gente continuaba creciendo. El profesor ingresó abriéndose paso con dificultad.
— ¡Permiso!...,¡permiso!..., ¡permiso!...
Levantó la manta que cubría el cuerpo y auscultativamente acercó su oído al pecho del infortunado. Levantando la voz, el profesor, exigió que dejen la puerta libre para que entre aire fresco. Se quitó el saco azul merino que llevaba puesto e inició la respiración boca a boca. Con sus dos brazos presionaba, una y otra vez, el pecho del difunto. De pronto éste levantó la cabeza y el medio cuerpo.
Todos rieron alborozados, felices.
Don Samuel se paró en el quicio de la puerta y, dirigiéndose a los amigos de Tulio, les dijo:
— ¡Cuántas veces les he dicho que no estén tomando licor como gafos!
En esos instantes apareció Crisálida gritando apurada:
— ¡Acá están las ceras! ¡Acá están las ceras! —llevaba entre sus manos cuatro cirios blancos; al ver a Tulio sentado sobre la mesa, primero agrandó los ojos, luego cayó como un fardo al piso.
Ni la respiración boca a boca, ni la presión que hizo don Samuel en su pecho, a la altura del corazón, pudieron hacer nada para revivirla.
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