Cómo cada viernes del verano del 2006, yo salí de la casa dónde temporalmente me hospedaba, para pasar el fin de semana en el hogar que recién me habían entregado en Sinking Spring. Al ser ésta una residencia aún sin amoblar, hacía una escala técnica en el hogar de Andrés, mi amigo de infancia. Y casi siempre él me esperaba con una suculenta cena y unas cuantas latas de cerveza. Pero lo imprescindible era tratar un caso de agenda imprevista, acerca de nuestras vivencias en nuestra lejana República. Y siempre el tema de la noche brotaba sin obedecer a ningún plan.
Cuando el cansancio y el sueño nos vencían, a altas horas de la madrugada, yo caminaba una manzana y luego de atravesar el patio, ingresaba por la cocina de la nueva vivienda. Y ya que había improvisado un pequeño dormitorio en la segunda planta, tomaba la escalinata sin encender las luces. Pero para mi sorpresa, aquella noche cuando giré el llavín de la puerta de la habitación, la única ventana del cuarto proyectaba un triángulo lumínico de limitado espectro, cuya base arropaba el gris perfil del rostro de mi abuela Mercedes. Pero Inexplicablemente el resto de su cuerpo se inclinaba hacia la izquierda en la mitad de sus glúteos y formaba con sus piernas un ángulo de noventa grados. Mientras, que todo su cuerpo, parecía flotar sobre el colchón que había dejado inflado la semana anterior.
Esa noche, Andrés, saliéndose un poco de lo habitual, había olvidado comprar las Heinekens, pero su esposa se desbordó preparando un sancocho con siete carnes. Y con la compra de un aguacate que indefectiblemente tendría que ser brasileño, así como también logró un graneado en su arroz, jamás antes visto por mí. Sin embargo, lo deprimente del ambiente fue el tema de la conversación. En algún momento creí que mi amigo había esperado años para encontrar el momento adecuado para abordarlo conmigo. Y comenzó recordándome que hacía un largo tiempo y por las noches, que en la casa de mi abuela se reunían algunos hombres que bajo el pretexto de cenar, lo que realmente hacían era escuchar noticias del extranjero, desafectas al régimen operante entonces.
Dije que me había sorprendido que a pesar de lo fornido del cuerpo de mi abuela, el colchón no se hubiera doblado tanto. Pero lo que no podía sorprenderme era la exquisitez del traje que portaba y la tersura de su piel. Aunque no podría decir lo mismo de la expresión de su rostro, que sin voltear a verme, en él se pintaba la inconformidad y el disgusto. Y el rostro que nunca me había negado, cuál la Luna a su estrella madre, su cara más iluminada, ahora me ocultaba su bondad. Inútil e inválida hubiera sido cualquier intención mía de cuestionarla o de buscar su proximidad y calor.
Andrés se permitió también recordarme que uno de los señores que cenaba en casa de mi abuela Mercedes, era celado por su esposa, por el rechazo suyo a la cena que le preparaba cada noche. Alimentándolo todo con la 'dominicanada' que advierte que dónde se come también se duerme. En verdad yo disponía de todos los argumentos para derrumbar su hipótesis, pero no estaba en mis planes contrariar un amigo que me ofrecía su hogar y su atención, cuando mi casa era inhabitable. Y, de paso, remover el cuerpo de una dama que descansaba desde 1976.
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