Cuando recibí aquel telegrama de la Academia Sueca por el que se me notificaba la concesión del Nobel de Literatura, me pilló escribiendo. Me sorprendió la noticia, he de confesar. Cómo era posible que aquellas gentes supieran de mi afición al oficio. Había publicado un par de novelitas; pero me pareció el hecho excesivo de todas todas. Sin embargo, cuando miraba aquel baúl lleno de legajos; primero a mecanográfica y luego impresas a ordenador, lo consideré el justo corolario a aquel denuedo de tantos años.
Un poco más tarde, me di cuenta del error en el destinatario. El galardonado vivía unas cuadras más abajo. El cartero se había equivocado de autor. Incluso nos conocíamos personalmente- el premiado y uno. Cuando bajé a entregar la noticia no pude evitar entristecerme un poco arrojando unas lagrimillas.
Por la emoción- me dijo el hombre.
- Por la emoción, compadre; de tener un vecino egregio. (Dijo interrogativamente y mientras me convidaba a un vinejo).