Para Tamara, con cariño.
Hundida entre el brumoso peso del sueño y la insufrible modorra de quienes duermen mucho, Anaconda se despierta. Abre un ojo, pestañea. Abre el otro: no, no quiere despertarse. Le molesta la luz le pesan los parpados le punza la cabeza, sus músculos se resisten a cualquier actividad que la lleve a darse cuenta que tiene vida. Levanta el brazo, lo sacude: nada. La luz sigue ahí. Deja caer el brazo y bosteza. Todo le parece irreal. Percibe entonces el sonido.
¿Qué es eso?, se pregunta.
Es un sonido extraño, monótono, viene de abajo, de debajo de su estómago o de debajo de sus pies, un sonido que sorbe y expulsa que sorbe y expulsa. No sabe qué. Extrañada, levanta un poco la sábana y eleva la cabeza: se asoma: nada. La enorme masa de grasa de su estómago no deja nada a la vista.
Momentos después el sonido se vuelve más sonoro, más desagradable, más visceral.
Esta vez Anaconda pierde el sueño. Sus sentidos se alertan. Trata de identificar el origen del sonido pero el origen es confuso. Sospecha entonces que proviene de ella. Eleva otra vez el cuerpo, pone sus brazos detrás y mira con acuciosidad al otro extremo: nada otra vez.
En ese momento se escucha un fuerte zumbido y al instante aparece a su lado un hombre. El hombre semeja un maniquí. Viste una ceñida playera oscura y un ceñido pantalón también oscuro, como untados al cuerpo. Las prendas brillan intensamente, seguramente por alguna sustancia encima. En ese momento la sustancia desaparece y el hombre cobra vida: pestañea, ladea la cabeza, gira el cuerpo. Después, mirando a Anaconda insistentemente, da un paso al frente. "Qué extraño", piensa Anaconda, y vuelve a bostezar. El hombre porta además una pulsera con líneas geométricas brillantes a lo largo. Recorre con la vista a la muchacha; pasea alrededor de ella. Se acerca y retrae, se acerca y retrae. Su actitud es meditativa, parece examinarla. Después, seguramente satisfecho ya, oprime una de las líneas en su pulsera y desaparece, precedido de otro gran zumbido.
¿Qué pasa?, se pregunta Anaconda. No sabe. No entiende. El hecho es que todo le parece un sueño. Mira alrededor y descubre que su cama está metida en una especie de cápsula bruñida de colores semitransparentes y ésta en medio de un galerón enorme, que apenas logra distinguir. No se asusta. Sonríe. Echa un pedo y vuelve a recostarse. Seguramente es parte del sueño, se dice, y se relaja. Después, el monótono sonido visceral empieza a arrullarla y Anaconda se duerme.
Un instante después se despierta. Se encuentra recostada en el patio trasero de su casa junto a una jacaranda. Una leve llovizna moja su rostro. Han transcurrido 15 minutos desde que salió a no sabe qué. Se levanta. No recuerda nada, sólo un sonido. El sonido retumba en su cabeza. ¿Qué extraño?, se dice, y da un paso: en ese momento su pantalón cae. Se detiene, su calzón cae. Mira hacia abajo, su playera y sostén penden de un hombro. Entonces se mira a sí misma: ¡Dios!, no es posible, ya no tiene estómago. Es decir: lonjas. Mira sus piernas, sus brazos, se toca frenética. Sí, es ella. Entonces comprende que su cuerpo ha cambiado, que ha perdido una enorme cantidad de grasa. Sorprendida toma su ropa y corre a casa. En casa nadie la reconoce. La escuchan, la miran, tratan de entenderla pero no la creen. Ella insiste.
Un mes después y hechas todas pruebas posibles sus familiares se ven en la necesidad de dar crédito a sus palabras. Es ella: Ana Condado.
La historia me la cuenta una andrajosa anciana de más de 90 años sentada en una cama y fumando unos faritos.
--Eso fue hace muchísimo tiempo --me dice— desde ese momento para Ana nada fue igual. Después de su transformación vino el cambio de personalidad: dejó la escuela, dejó sus amigos, dejó el mundo; perdió cualquier interés propias de su edad: 18 años. No se bañaba, no se arreglaba, no comía; sin embargo siempre estaba esplendorosa, más bella; parecía que su descuido y los problemas producto de su cambio no la afectaban, al contrario, bruñían su aspecto; nada necesitaba, salvo desaparecer por las noches y permanecer encerrada en su cuarto durante el día. Dos o tres meses duró esto. Entonces empezaron los rumores, lo ecos de que alguien volaba sobre los tejados durante cada plenilunio, desatando entre los lugareños y sus alrededores un miedo espantoso. Aseguraban se trataba de ella; pero convertida en un ser irreal, un murciélago gigantesco, decían. Fue el principio. Después empezaron a morir los animalitos y a generarse el mentado fenómeno del “Chupacabras”.
--La mujer calla un momento, da una chupada larga al cigarro y continúa:
--Todo habría quedado ahí, en simples suposiciones, de no ser porque al poco tiempo también empezaron a morir gentes, pocos, es cierto, pero de la misma forma que los animalitos. Esto, naturalmente, crispó el ambiente. El pueblo entero se encabritó y enardecidos fueron a buscar a Ana. Como no la hallaron, decidieron quemar su casa. Una verdadera barbarie. Tapiaron toda la casa de arriba abajo a manera de trampa, tablas y más tablas, no les importó las súplicas de los padres ni la de los dos hermanitos de Ana que se encontraban dentro. El padre Mateo, el mismo que los bautizó, era el más aguerrido. Los chillidos de los quemados duraron poco…
--¿Y Ana?...
La mujer sonríe. Da otro jalón al cigarro y lentamente se explaya en la escena.
--Salió… estaba dentro: …radiante… esplendorosa, la visión más sobrecogedora que pudieras imaginar. Figúrate una diminuta estrella fulgurando intensa en medio de la furia de una tempestad: oscuridad, viento, rayos y centellas por todos lados, luego una llamarada inmensa y en medio una jovencita flotando desnuda como un fantasma: esbelta, sinuosa, deseable hasta la locura. Aquello era fuego en medio del fuego, un velo de seda envuelto en una aureola más roja que las rojas llamas que incendiaban la casa; caminó despacio, vino hacía nosotros, sonreía, un brillo maligno refulgía en sus ojos, no se detuvo, siguió andando, se notaba su poder, su gozo, la satisfacción que le provocaba nuestro azoro, después vimos su desnudez perderse en el serpenteo del camino.
Mi interlocutora suspira, parece cansada, estira con dificultad el cuerpo y luego torpemente se recuesta en la cama. Da otra chupada al cigarrillo y luego lo apaga en el cenicero de la mesita de al lado. Se quita un zapato con un pie y luego el otro con el otro, aventándolos para abajo.
--Te conozco –me dice--. Yo te he visto en algún lugar –y fija su mirada en la pulsera que exhibe mi muñeca.
Luego se reacomoda y continúa el relato, poniendo más énfasis en sus palabras.
--Nadie se atrevió a mover un dedo, eh. ¡Nadie! Ella pasó entre los pobladores como una flor flotando en medio de las olas. Burlándose. Estoy segura que se burlaba, a lo largo de todo su recorrido se burlaba.
--¿Esa es la muchacha que dice usted busco?
--Esa mera, muchacho.
--Cómo sabe que es ella.
--Lo sé, simplemente.
Acepto, asintiendo con la cabeza, luego camino hasta el otro extremo del cuartucho, recorro un pestillo y abro una rústica ventana. Me recibe un sol en declive y el aire fresco de un inmenso valle. El valle abraza un riachuelo y el riachuelo se escabulle serpenteando cristalino entre un desperdigado grupo de pequeños arbustos y rocas hasta desaparecer diminuto entre la espesura de un bosque. Estamos en un risco, en la saliente de una montaña; desde aquí se ve quién viene y quién se va. Como yo aparecí de pronto la anciana no tuvo tiempo de nada.
Entonces ajusto un poco la pulsera, recorro con la vista el cuartucho, encuentro lo que busco y regreso.
La mujer levanta trabajosamente un brazo:
--Espera. Tengo algo que decirte antes de que me mates.
La miro.
Ella se arremanga la falda, se quita el calzón, dobla las rodillas y me enseña una boca oscura en lugar de vagina. Dentro de la boca se asoman unos dientes filosos, como de lobo.
--¿Qué me hicieron? ¿Qué pasó conmigo? ¿Por qué me convertí en “esto”?
La miro más fijamente. Ya es de noche. No hay secretos.
--A veces los experimentos fallan –le digo--. Nunca esperamos este resultado.
Doy un giro a la pulsera.
--Después de que te colgaste en el patio de tu casa –continúo-- te abducimos. Luego alteramos el ADN de tus células neuronales para recuperar sus funciones. Reaccionaste bien, seguiste siendo la misma. La luna, sin embargo, tuvo un efecto imprevisto, específicamente sobre tu sexo.
Las piernas de la mujer se abren más. La boca con dientes tiene ahora una cabeza larga y unos ojos saltones. Parece brotar y al emerger succionar el tronco de la anciana, que se achica. Además, produce un desagradable sonido de desagüe.
--Tu sexo se tornó independiente y el deseo sexual en hambre carnívora, no lo sabíamos. Reducir tu peso fue lo último que realizamos.
La anciana gime, se retuerce, el ser que brota va adquiriendo forma.
--Envejecí, ¿por qué? ¿Por qué yo y no “eso”? –me pregunta.
--Eres humana. “Eso” …, no.
--¡Proviene de mí --dice-- tiene mis genes, si él es inmortal yo también! ¡Recuerda que ni el fuego pudo conmigo!
Me acerco; la miro más fijamente; penetro en sus ojos; entonces sus ojos ven lo que yo veo. La mujer sufre una sacudida pero de inmediato se repone: ahora entiende: conoce los motivos de su suicidio. Revive el dolor, la tristeza y la desesperación de aquel día, el inútil sabor de no ser como ella deseaba.
--Estas emociones –le explico— también eran deseos. Los deseos se volvieron imágenes; cuando te revivimos las imágenes preponderaron en tu mente, y los creíste recuerdos.
Guardo silencio.
--Fuiste bella. Inmortal, nunca. Como nunca estuviste en casa cuando los pobladores la quemaron.
La anciana mueve la cabeza, no da crédito a lo que escucha, al otro extremo de ella el ser ha salido casi por completo, una cosa oscura y plana, parece un pterodáctilo, la cosa me mira con una mirada criminal, parece hambrienta, abre el hocico y se yergue amenazadora extendiendo sus alas. La anciana ahora es sólo una bola de pelos colgada del trasero del animal. Antes de desaparecer por completo, resignada:
--¿Fui la única? –pregunta.
Aprieto la pulsera y una luz fosforescente circunda a la bestia.
--Sirenas, hombres lobo, duendes, cíclopes, gárgolas, todos son experimentos fallidos.
Luego se escucha un zumbido.
--Algunos…
El pterodáctilo se enciende.
--…como la raza humana, son experimentos sobre experimentos.
El pterodáctilo desaparece.
Unos segundos después la calma vuelve, y la bestia es ahora apenas un humito ámbar que se desvanece enseguida. Regreso entonces a la ventana: me asomo. Escudriño un poco: nada. Doy vuelta, camino unos pasos y me agacho, diviso entonces debajo del camastro. Hay allí una cámara oculta, lo sé. Una gruesa aldaba y pequeños ruidos debajo lo confirman. Luego me siento al borde del colchón y vuelvo a girar y a apretar la pulsera. Miro el suelo. Un niño se agita ahí.
La madre no tardará en regresar.
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