Hace muchos años una pequeña brote mecía sus sueños recién nacidos en sus manos frágiles de verdes hojas, mientras bailaba al compás de una suave brisa.
Esas hojas eran tan pequeñas y sus sueños tan grandes que apenas si podía sostenerlos, mas la brisa le ayudó haciéndole cosquillas, y la brote sonrío secreta, suave, y silenciosamente para no despertar sus aladas fantasías.
El universo, por su parte, empezaba a enterarse de su presencia…y aunque no lo sabía con seguridad, ella tuvo el presentimiento tibio de que este le abrigaba, y al hacerlo le dio un alma.
Mientras crecía soñaba con ser un árbol. Un árbol que respondiera al cuchillo de los hombres con flores, flores sobre la corteza lastimada, sobre las iniciales dibujadas en la madera, sobre las lágrimas de savia.
Imaginaba una vida de sufrimiento y cicatrices, pero bella y casi eterna como la del tejo. Supuso que podría, como él, conquistar el tiempo… raíz a raíz, momento a momento, sin percatarse de lo efímeras que podían ser algunas cosas.
Y así fue como, sin que se diera cuenta, un largo bostezo se apropió de su delicado cuerpo y la sumergió en lo basto de una muerte quimera, un letargo que quién sabe si era muerte o sueño.
En la noche más fría de su primer invierno, una pequeña luz invisible escapó de su organismo celular, hacia arriba, junto con otras luces que invadían el cielo, espíritus de árboles, que como ella migrarían a lugares más cálidos.
Fue tan rápido el ascenso que se llenó de un vértigo desconocido, y para no perderse, aturdida se sujetó al ala de una golondrina. Y temblando, sujeta a una pluma, se durmió.
Cuando despertó estaba en la cima de una montaña cubierta de primavera, sobre el extremo de una de las ramas más ínfimas de un enorme árbol primitivo. En aquel bello lugar pasaba lentamente el tiempo, acompasado por historias remotas, que para ella -tan pequeña, tan joven, tan reciente- eran simplemente increíbles.
Esas leyendas provenían de otras luces que descansaban con ella, en otras ramas del antiguo árbol. Ánimas de las que aprendió que todo era más antiguo de lo que hubiera imaginado.
Plácidamente existía hasta que un día, inesperadamente, aquel enorme árbol sacudió sus ramas invitando a todas las luces a hacerse viento y volver a sus cuerpos.
Pero cuando ella quiso volver al suyo, no lo encontró, quedando sola a la intemperie y por si fuera poco una tormenta la embistió, arrastrándola por un cielo áspero.
Nada podía hacer su deseo de paz contra la tempestad que insistía en empujarla una y otra vez, atentando contra todas las calmas.
Habitaba dolorosamente ese caos cuando se estrelló contra una lágrima y cayeron abrazadas al suelo, a lo largo de varios segundos de velocidad y silencio. Antes de desvanecerse descubrió que ahora podía pensar. Descubrió también que sus pensamientos tenían poder sobre ella y sobre el mundo. Y por eso pensó “por favor… que la tempestad se aleje”, mientras quedaba inmóvil en un minúsculo cráter de miedo.
Tras un instante, algo ocurrió -el salto a una quietud inesperada, un desmayo, un olvido involuntario, una pausa, un misterio-... y en su serenidad, vino a ella una voz. Una voz leve como un susurro pero poderosa como un conjuro, que la revolucionó nuevamente, sintonizando su percepción hacia afuera. Y descubrió un cielo de paz azul...mientras se sentía hundiéndose lentamente en su cuna de tierra.
Supo, en ese momento, que podía hablar y sus primeras palabras antes de volver a dormir fueron dirijidas al dueño de aquella voz. “Voy a crecer esperando que vengas a sentarte a mi sombra, y me leas tus sueños, para trepar así en las muchas ramas de mis pensamientos. Y cuando crezca te voy a regalar una flor blanca. Y cuando te regale mi flor blanca quiero que escribas sobre mi corteza tus letras más íntimas”.
Desde entonces para ella la vida ya no sería sólo una simple colección de cicatrices y sueños: ahora también había palabras, manifiesto del amor de quien se las regaló, y a quien esperaría, para siempre.
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