(este cuento es una reposición)
Uno
Lisonjero y remolón camina tomado de la mano de su abuela. De la diestra de la veterana cuelgan las gallinas muertas sin desplumar para la cazuela. Es domingo y la feria parece una colonia de hormigas. Los locales que expenden el mote con huesillo de durazno hacen nata con los acalorados parroquianos; abundan los sombreros de paja y los gorros para los niños; los coloridos quitasoles, las lechugas y el marisco fresco recién traído del puerto de Caldera. Machas, lapas, ostiones y erizos hacen rumas sobre las bandejas de lata de los carromatos, las jaivas aun están vivas. De fondo en todo el ambiente se oye una filarmónica de gritos y barullos.
Todos los domingos después de misa y flores en el cementerio tras el río que parece un riachuelo; se repite una y otra vez en las faldas del cerro de la cruz, el rito criollo en medio de las sandías, los porotos verdes, la chuchoca, el kilo de papas y el ají verde para don Saturnino su abuelo. El perfume meloso de la albahaca (que en aquel momento llenaba los anillos de su nariz) era el mismo que quedaría para siempre metido en su memoria hasta mucho después del final eterno de esta liturgia de la infancia.
Empieza septiembre y la gente milagrosamente renace prendida del sol; es tiempo bueno; de parrilladas, empanadas y anticuchos; de volantines, de troyas, trompos; de recompensas para los niños por ir en busca del vino para los tíos; de borrachos y parada militar; de cartas y dominó. Los primos aparecen de todos lados, bien vestidos con ropa y zapatos nuevos; las ramadas a los pies del cerro entonan sus cuecas. Las rancheras, corridos y cumbias adornan los días y las noches de fiestas patrias. Como siempre desde el golpe militar los milicos y sus enormes camiones de guerra flanquean la feria por ambos lados. La chicha es abundante.
Dos
Concentrado en un sólo y único propósito el niño intenta hacer los méritos suficientes para que su abuelita Matilde cumpla con la promesa de comprarle el view master que ya ha divisado en varios locales durante el trayecto recorrido, en distintos tamaños y colores dependiendo del bolsillo, y ruega porque la nona no se decida por la parejita de canarios que dice ella serían más útiles para él, que aquel aparato del demonio; porque sin duda su canto le alegrarían la vida. Por lo pronto ya la veterana había comenzado su pausado peregrinar a ritmo de pata regalándole un remolino de papel lustre satinado de rojo, azul y amarillo, prendido a una paleta de helado con un alfiler.
Pese a que la feria es rotativa y siempre al aire libre, las mallas que penden de las armazones de fierro para atenuar los rayos de sol, transforman por momentos el recorrido y los pasillos del mercado en verdaderos túneles para los transeúntes. Circulan perros, niños, mujeres, mendigos, borrachos, carritos para la verdura, otros para la fruta, guardias, vendedores ambulantes y carretones con zapallos, alcachofas y tomates pintones. Suenas las silbatinas, la música, los gritos, el murmullo infinito, el bombo y el chinchín iracundo.
El niño lleva grabado su deseo en la crispa, allá abajo todas son cinturas, bolsas con verduras y frutas. De cuando en cuando un encontrón con uno o una del mismo porte, igual de lateado o igual de ansioso por algún nuevo juguete. Ojalá que la abuelita no se vaya a olvidar, ojalá que doña Matilde se decida por el aparatito rojo que es capaz de proyectar las siete maravillas del mundo en tres dimensiones, o en último caso y en subsidio, por una malla de a cincuenta bolitas de vidrio, o algunos cuantos bolones ojos de gato; pero en ningún caso por la pareja de plumíferos, piensa que sería mucha su mala suerte.
Tres
Con su view master al cinto el niño lanza una mirada cristalina a los ojos de su abuelita. Pone los ojos en sus dos entradas y apunta al sol, mientras aprieta la manilla que hace rodar el disco de diapositivas que le muestra un universo aparte de pequeños destellos en imágenes a todo color. Ella sin darse cuenta carga las bolsas con esfuerzo hasta el colectivo; a esas alturas el colorido remolino yace aplastado y olvidado en el fondo de la cartera. Mientras camina al auto colectivo ya visualiza que el almuerzo será cazuela de gallina y corvina al horno, de postre leche asada; al menos así le oyó decir temprano mientras caminaba a su lado entre los nichos del cementerio, el hambre ya arrecia.
Sentado a sus faldas, el niño acomoda la cabeza en su regazo mientras observa la imagen de la veterana reflejada en el parabrisas del colectivo, sus brazos pintados de orégano rodean su cinto en señal de protección. El infinito no alcanza para guardar y contener su cariño por ella; sus manos transpiran persistentemente de tanto sostener con fuerzas su nuevo juguete.
Mientras el abusado automóvil de pasajeros da brincos por los hoyos del pavimento, todo en su interior salta telúricamente. De lo más profundo del maletero del carro se alcanzan a escuchar los gritos y aleteos desesperados de la pareja de canarios. En el horizonte abundan los volantines y el humo infinito de las asaderas.
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