Agobiada terminaba cada día después de escribir durante diez horas en la oficina con su máquina de escribir vieja y gastada Remington, (todavía no se habían inventado las computadoras), ya que en la empresa querían ahorrar electricidad, y existía la de la bolilla, a que era muy común en esa época. Llegaba con los miembros entumecidos, mareada, luego de permanecer tantas horas encerrada en un ambiente donde todos fumaban, menos ella, que en forma pasiva inhalaba constantemente el humo circundante. Sus dedos flacos y ágiles subían y bajan dominando el teclado con una musicalidad armónica. Las demandas, cartas a clientes e intimaciones de pago se sucedían de forma interrumpida, desplegando una cabalgata de vocales y consonantes bailotenado sobre el papel. Angélica un día se quedó dormida sobre su fiel máquina de escribir. El jefe la despertó con una suave palmada sobre el hombro, conminándola con una mueca, a que durmiera más de noche. El cansancio la seducía día tras día. La rutina la utilizaba para saciar su manía multiplicadora. El hogar la mantenía alejada de salidas con muchachos de su edad. Su madre viuda, esperaba el sueldo a fin de mes para alimentar a sus hermanitos hambrientos. Por la noche su cuerpo se desplomaba y la luna la miraba tiernamente por entre los agujeros del techo. Acaparaban su voluntad los días iguales, calcados, mimetizados, y las mínimas necesidades satisfechas. El jefe todos los días la miraba con renovados bríos de ira y desdén. Era uno de esos malvados seres sarcásticos y dominantes que miraban a través de unos anteojos de carey a todo el mundo que no llegase a su altura. Lo cual no intimidaba a Angélica que hacía su trabajo a conciencia y dominando con un guiño a su cordial y fiel máquina de escribir. Y llegaron los días agobiantes del verano y los escritos habían sido específicamente compilados para que Angélica no dispusiera de un segundo de ocio. Los jefes muy atareados, navegaban en sus yates, hacían surf, y jugaban al golf.
Sin embargo Angélica no se sentía sola. Ella notaba que por algún motivo que escapaba a su comprensión su máquina de escribir se adelantaba a sus manos y a su pensamiento.
Por esas horas la dejaban en total libertad. Las demandas quedaban terminadas ni bien ella colocaba su papel en la máquina de escribir. La complicidad ya era tácita y ni bien llegaba a la oficina y depositaba el trabajo al lado de ella, ya lo recogía en caracteres de molde. Así le daba tiempo para realizar otras tareas y para asomarse y ver de vez en cuando el guiño amistoso del sol. Pasó el tiempo y nunca se supo cual fue el misterio de la máquina de escribir, sólo que al ser rematada luego de una quiebra fraudulenta de la empresa encontraron dentro una carta donde se especificaba que quería permanecer hasta su total desmantelamiento por vejez y desuso con una tal Angélica Zalazar.
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