George intentaba ver las noticias en su televisor en blanco y negro con antena. Solo veía una imagen incompresible de lo que antes solía ser una atractiva reportera. Lo peor de todo es que tampoco podía escucharla narrar las noticias. Solo escuchaba los sonidos agonizantes de un televisor moribundo.
Su radio estaba descompuesto así que no podía enterarse de nada. Se fumó un cigarrillo desolado. Aún tenía un paquete entero esperándole en el bolsillo de su camisa blanca.
No tenía nada con que entretenerse dentro de su casa así que decidió salir afuera. La noche le daba un ambiente hermoso y las estrellas eran un excelente adorno.
Intentó reconsiderarlo. Intentó reparar el televisor dándole un par de golpes pero eso solo empeoraba la imagen haciéndola más abstracta.
La antena tampoco era de mucha ayuda. La estuvo moviendo por todos lados (de izquierda a derecha y viceversa) pero no obtuvo ningún resultado satisfactorio.
Mientras George interpretaba de la peor forma posible su rol de reparador un meteorito, tan pequeño que apenas hizo un agujero en las espesas nubes cayó en la tierra.
George se rindió. Usó la poca fuerza que le quedaba para mover la mecedora fuera de la casa y disfrutar un poco de
la naturaleza.
Se sentó, aplastó el cigarrillo que se estaba fumando, sacó otro y repitió el mismo proceso.
Todo se veía tan tranquilo pero tan marrón. No había crecido nada en sus tierras desde hace mucho tiempo. Ver tanto trabajo sin ningún fruto (figurativa y literalmente) deprimía a George. Iba a mirar al cielo para ver si las pocas estrellas que se dignaban a aparecer lo animaban, si quiera un poco.
No funcionó
Se puso de pie, dispuesto a regresar su mecedora dentro de la casa pero un poco de humo lo alertó. No pudo ver muy bien de que se trataba. Se puso los lentes y, con su ayuda, vio que el humo provenía de un agujero no tan profundo a pocos metros de su casa.
George caminó con cuidado hacia el agujero que se hacía más y más verde. Dentro había una pelota, o un objeto del tamaño de una pelota, cubierto de tierra. La tierra se fue retirando poco a poco hasta dejar al descubierto una bola metálica.
George se arrepintió de no haber traído sus guantes de cocina. Esa bola espacial podría valer millones. O solo podría valer un par de billetes de 100.
Sea como sea le serviría para pagar sus deudas.
Se dio la vuelta para volver a su casa. Apenas dio los primeros pasos sintió un piquete en su espalda. Era como la picadura de un mosquito, mejor dicho era mucho más doloroso que una picadura de mosquito.
Era un aguijón que había salido de un agujero de la esfera espacial. George se detuvo, su cuerpo se detuvo pero su cerebro todavía funcionaba y todavía quería seguir caminando.
Su estómago fue la primera víctima.
Unos fuertes retortijones lo atacaron como pequeñas bombas nucleares dentro de su cuerpo. Su hígado, sus riñones y su corazón fueron las siguientes víctimas.
George ya no podía seguir en pie. Se arrodilló pero el dolor no cesaba. Primero escupió sangre, luego vomitó sangre y finalmente expulsó todos sus órganos hasta formar un charco de tripas. La sangre fue absorbida por la tierra pero los órganos seguían ahí.
El parasito había conseguido un nuevo huésped.
Lo costó mucho controlar a su huésped pero lo consiguió. El cuerpo de George pudo ponerse de pie después de un problema con las rodillas temblorosas.
Ponerse de pie le había parecido una tarea fácil. Dar los primeros pasos es otro tema. Con su pie, cubierto por una bota marrón, pisó uno de los órganos del antiguo George hasta hacerlo pedazos.
Siguió caminando. Poco a poco dominaba la técnica. Pudo mantener el cuerpo erguido y los pasos iguales. Ahora sí parecía un terrícola común y corriente. El parasito aprendía muy rápido.
Salió de la granja de tierra de George y se encontró con un suelo mucho más duro y firme. La pista había sido asfaltada hace un par de semanas. El parasito se sentía más cómodo caminando por la pista que por la tierra. Daba pasos más rápidos y quería aprender a correr.
Sus pasos eran mucho más rápidos y usó sus brazos para darle un poco más de velocidad y dinamismo. El parasito estaba corriendo.
Como era de noche la única iluminación que acompañaba al parasito eran los pocos postes de luz que aún funcionaban. Al menos así lo creía hasta que una luz amarilla tan potente lo encegueció. Los ojos de su huésped eran muy sensibles y ese destello de energía le quemaba las pupilas.
- ¡Arggg!- gritó el parasito, que aún no sabía cómo
funcionaban las cuerdas vocales del ser humano.
Sus oídos no eran tan sensibles como sus ojos. Los años de vida de George habían pasado con un precio demasiado alto. Sus oídos no funcionaban muy bien.
El parasito no pudo oír el claxon.
El golpe de la camioneta lo mandó volando para aterrizar en la pista gris recién asfaltada. El conductor se había dado cuenta de su error. Quería bajarse de su camioneta y atender al herido, llevarlo al hospital y salvarle la vida.
No hizo nada de eso. Las botellas de licor y las preguntas de los doctores y enfermeras lo aterraban. El cuerpo no se estaba moviendo, ya es demasiado tarde. Piso el acelerador y se fue dejando al parasito sangrando en lugares donde no sabía que podía sangrar.
Si se estaba moviendo.
Su moviendo era como el de una tortuga de caparazón al suelo. Le era imposible levantarse. Sus piernas estaba rotas (el hueso era visible), las costillas y la columna también compartían el mismo destino.
Lo único que podía mover eran los brazos, prefirió no hacerlo. Cada milímetro que movía era como clavarle mil espadas en los nervios.
El parasito había conocido el dolor.
Lo dolía tanto que le impedía pensar. Tenía que salir de ahí de inmediato.
La salida más cercana que encontró fue la nariz. Aun así le costó mucho salir. Tuvo que nadar entre mucha sangre coagulada.
Cuando estuvo fuera su cuerpo sintió el poder de los vientos helados del planeta tierra. Si no encontraba otro huésped iba a morir.
Estaba indefenso.
El sonido de una lengua bebiendo captó su atención. Un perro huesudo de color gris estaba bebiendo la sangre del cadáver de George. Lo hacía con tanta energía que llegaba a dar cierta tristeza el pobre animal no había comido nada en varios días. Solo se pudo conformar con el agua estancada de algunos charcos formados por la lluvia.
Perfecto, pensó el parasito.
Se acercó al perro. El animal estaba recostada panza al suelo. Solamente su lengua era la única que trabajaba.
Esto le dio la oportunidad al parasito de entrar por su oreja.
El perro dejó de comer. Salía sangre de su hocico (la de George y la suya). Se repitió el proceso. Fuera órganos y bienvenido señor parasito a su nuevo hogar; no es mejor que el anterior pero es una nueva oportunidad para progresar.
Le costó mucho más el acto de caminar. Lo hacía torpemente y sin gracia.
Era compresible. Con dos pies ya era difícil, imagínense con cuatro.
|