“Cuántos debe haber que huyen de los otros porque no se ven a sí mismos”
Lazarillo de Tormes
Un poeta altivo, vidente,
la aguja en el ojo ajeno
observa desaforado y ladino.
Avisa y revisa distante
los entresijos del alma,
escudado aventajado
en un aparte cómodo,
deleitoso y confortable,
que devuelve atrevido
en preciosas vestes letradas.
Pero cuando la poesía,
rebelde, incontrolada
se vuelve contra el artista
que mira hacia sí mismo,
encuentra introspectivo
su alma desnuda,
frágil, quebradiza
y aprende trágicamente
a degustar lastimero
su propio veneno lírico.
O altera su percepción,
excluye su mortalidad,
en un temor no revelado,
y destruye el ingrato espejo,
o se atreve altanero
y ahonda en su propio ser
buscando nuevas letras
sin percibir el fatal encuentro.
Un yo lírico acusador,
pérfido compañero,
que no más distingue
entre pronombres hermanos
y acierta en la diana,
una saeta emponzoñada
con nuestra propia verdad.
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