Valparaíso. Corrían los años 40. Ciertos días, un joven porteño de quince años salía de su casa en calle Munizaga, en el cerro Playa Ancha, caminando a paso firme hacia el plan de la ciudad.

Atribulado por las responsabilidades domésticas y la severidad de su madre, cada salto sobre los peldaños de la calle Waddington era un simulacro de despegue, que terminaba cuando tras segundos que parecían minutos sus pies chocaban con las pendientes de cemento que revestían las calles de los cerros.

Llevaba la vista al frente y el ceño fruncido mientras la brisa del mar golpeaba su rostro. Sus zapatos encajaban entre los bordes de los adoquines de la calle Condell. La luz del sol se apagaba entre los grandes edificios. Evitaba pasar por su colegio. Le recordaba las clases de religión.

Con Playa Ancha a lo lejos, Hernán esperaba ansioso entrar al teatro Galerías, para -como cualquier joven- disfrutar de la tarde de un rotativo de películas.

Sin embargo, no era la acción de los westerns ni las historias de amor lo que entusiasmaba al joven. Era algo mucho más sencillo y profundo. Un breve instante. Un tesoro que nunca era el mismo.

Sentado y con la mirada fija en la pantalla, el habitualmente tenso cuerpo de Hernán se dejaba caer lentamente en la butaca mientras comenzaban a sonar los acordes del tercer acto de la ópera Nabucco.

¡Vuela pensamiento
con alas doradas!
¡Pósate en las praderas y en las cimas
donde exhala su suave fragancia
el dulce aire de la tierra natal!