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Más de una vez he soñado que volaba, planeaba entre cielos eternamente azules, los surcaba una y otra vez, invadiendo espacios aéreos hostiles, abandonándolos custodiado por aviones de guerra cuyos pilotos se frotaban los ojos mientras yo los saludaba, hacía piruetas, tirabuzones, caídas en barrena, bajo la inquisidora mirada de algún halcón (sin duda herido en su amor propio), acompañaba a las grullas en su apasionada búsqueda del sur, incluso a veces me dejaban ponerme al mando, observando como cada uno de mis movimientos era secundado por todo el grupo.
Sentía la verdadera libertad sin depender de nadie (controladores aéreos a parte), sobrevolaba desiertos y océanos, valles y montañas, campos y ciudades, desafiando a la ley de la realidad (perdón, gravedad), alejado de la abrumadora rutina diaria que te golpea después del aterrizaje, porque eso suele ser lo peor, y no me refiero al simple acto de pisar tierra firme, que una vez acumuladas las suficientes horas de vuelo puede llegar a resultar monótono, sino volver al mundo de los bípedos sin plumas, pasear por la calle sin poder decir a nadie lo gracioso que resulta verles desde aquí arriba, como minúsculas figuritas deambulando de aquí para allá en un anárquico hormiguero de atascos, prisas y colas a las puertas de los cines.
Sin embargo, y olvidando de paso estos pequeños inconvenientes del lógico jet-lag post-aterrizaje, tengo que decir que uno de los mayores placeres de volar es, sin lugar a dudas, la gente que llegas a conocer, recuerdo con agrado que una vez me crucé con Simbad, viajaba en su alfombra y llevaba puestas unas gafas de aviador como las del Barón Rojo (regalo de un amigo, me dijo), hablamos un rato, incluso descendimos para tomar un té, me desveló alguno de los secretos de la antigua Persia y me comentó que le parecía fatal lo de la ley de extranjería. En otra ocasión, cruzando los Andes en busca de Antofagasta (atraído por su inquietante nombre), me pareció ver un Ave Fénix, radiante, hermoso, espectral, debió ser una ilusión causada por el cansancio, porque volar suele resultar agotador.
Pero, aunque sean muchos e ilustres (a veces) los personajes que se cruzan en tu camino, la soledad se apodera de ti más de lo que podría considerarse saludable, no es fácil encontrar al alguien dispuesto a acompañarte, podría decir sin ningún tipo de pudor que llevo toda una vida buscando sin éxito a esa persona que sepa volar, o como mínimo, que no tenga miedo a hacerlo, yo les aseguro que es fácil controlar ese pánico, que a parte de infantil e infundado, es totalmente superable, pero mis pensamientos siempre suelen llegar a la misma conclusión: quizás sea que jamás nadie se ha llegado a fiar de su instructor de vuelo (o sea, yo).
Después de esto, sería un error por mi parte ocultaros información y negar que volar también tiene sus riesgos, más de una vez se ha cruzado en mi camino algún avión comercial, altivo y prepotente (con estos si que hay que andarse con mucho cuidado) el comandante suele agitar sus brazos, con un gesto inequívoco de que lleva mucha prisa, otros son más desagradables e incluso llegan a la descalificación personal, yo sonrío y les saludo, y aunque ellos me consideren un temerario, aunque ustedes también lo hagan... yo seguiré volando, seguiré buscando, seguiré pensando que ya no se respeta a los soñadores.

Texto agregado el 27-05-2003, y leído por 243 visitantes. (0 votos)


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