--Me gustan los hombres HOMBRES: altos, fuertes, con rasgos duros, varoniles, hombres de verdad, de complexión atlética, vigorosa…
La muchacha sigue un poco más con la perorata; luego, mirando de reojo al hombre y sonriendo maliciosa, agrega:
--Como tú…
Enseguida:
--Y a ti… ¿cómo te gustan las mujeres?
El hombre la ignora.
--¿No tienes un tipo en especial?: ¿altas, bajas, flacas, algún tipo que te llame más la atención? –insiste la mujer.
El hombre no cede.
--Mmmmm. ¿Te gusto yo? –le pregunta entonces.
--No –dice el hombre, a todas luces sin ganas de hablar.
--¿Noooo? –se asombra la mujer--. ¿Qué es lo que no te gusta de mí? A ver, explícamelo.
--Que no eres mujer.
--¡Ja! ¿Entonces qué soy? ¿Un gnomo? Dame más detalles, en específico. ¿Qué no te gusta de mí?
--Todo.
--¿Todo?
--Sí, todo. Me engañaste, me narcotizaste, me tienes a la fuerza. Te crees irresistible…
--¿Me creo? –interrumpe la mujer a todas luces furiosa. Sus ojos parecen cuchillos, sacan chispas, de color rojo, su rostro, parece duro como el acero, a punto de reventar; la mujer bufa y echa el cuerpo hacía atrás, luego, incontrolable, con una zapatilla, empieza a dar de golpecitos en el piso.
--¿Me creo? --repite acercándose y pegando el rostro al rostro del hombre--. ¡NO, HE!, --le grita-- ¡NO ME CREO! ¡SOY, I-RRE-SIS-TI-BLE!
Una mueca de desprecio aflora en el rostro del hombre.
La mujer enfurece más, se endereza, abofetea al hombre y rudamente le mete mano, entonces escarba, encuentra y jala con fuerza sus testículos. El hombre le mira desafiante, está amarrado a una silla y el jalón más que dolerle lo espabila.
La mujer sonríe, afloja un poco, luego empieza a acariciar su escroto muy suavemente. “Vamos a ver si es cierto lo que presumes”, le dice, y torna más sensual el jugueteo, dale que dale que dale.
--¿Sigues despreciándome? –le pregunta.
El hombre no responde.
--¿Sí o no?
Nada.
Entonces la mujer se arrodilla, le baja el zipper, le desabotona el pantalón y como puede lo desliza hasta las pantorrillas.
--¡ESCÚCHAME!, --agrega-- ¡NO HA HABIDO HOMBRE! ¡EH! ¡NO HA HABIDO HOMBRE HASTA AHORA NI LO HABRÁ, QUE ME HAYA DESPRECIADO! ¡NADIE! ¡MUCHO MENOS UN MEDICUCHO CAGUENGUE COMO TÚ!
Después escupe en sus palmas, toma el flácido pene del hombre y sonriendo y con manejo experto, empieza a masajearlo: de abajo hacía arriba, de arriba hacía abajo, lentamente, después rápido, lento y rápido lento y rápido hasta pronto alcanzar un ritmo suave, cálido, sedoso, de fuerza y dulzura, de sentimiento y ardor, de goce y satisfacción profunda, como la de los niños, soñando nubes, satisfacción plena, noble, exquisita: sube sube sube baja baja baja el prepucio del hombre y el hombre sacude la cabeza tratando desesperado de apartar de su mente semejante experiencia. Piensa en ganado, en campos de cebollas blancas y en charcos con ranas verdes: "pero qué cabello tan bonito es el cabello de esta mujer", piensa, asombrado de cómo en ese momento la mujer absorbiera con vehemencia esa parte suya en la que no quiere pensar; "tersa y brillante como la seda", se dice, asombrado por la onda cálida que poco a poco como un sopor va invadiendo todo su cuerpo: "como una cascada de luces", imagina, y de inmediato aquella cascada es el origen mismo del universo, la fuente de toda vida y el misterio mismo de Dios, sí, allí, en su entrepierna, justo ahora donde aquel escozor ardiente se ha vuelto incontenible y un espectáculo que lo avasalla por su belleza, llenándolo de espasmos y materia que él sin duda cree celestiales, y traga saliva, respira hondo, y ahora sólo es un soplo suave cálido intenso, intenso, lo que lo domina, de modo que él se siente impotente ante ello y no puede sino cerrar los ojos y tratar a toda costa de resistirse; pero la mujer trabaja, snapls, snapls, snapls, lenta, snapls-snapls-snapls, parsimoniosamente, snapls, snapls, snapls, segura de lo que hace.
--¡Si algo sé que soy –dice (levantando un instante la cabeza)– es ser mujer!
--Sanapls, snapls, snapls.
--¡Dime si no! -- lo reta.
--No hagas eso, muchacha --suplica el hombre, ha despertado a la realidad y ahora aguanta los embates del fellatio.
--Entiende, soy tu médico, esto no está bien, déjame ir.
La mujer levanta la cabeza:
--Ah, ya empieza a gustarte, ¿verdad?
El hombre aprieta los ojos, muerde sus labios, sabe que está en una situación difícil.
En ese momento la mujer se detiene, un escalofrío mortal ha invadido su cuerpo; dobla una rodilla y rápido se levanta, talla con fuerza sus ojos: no puede creer lo que ve. Un calor intenso la empuja a acercarse pero duda; finalmente exclama:
--¡Esto no es real!
El pene que tenía entre sus manos ha adquirido pronto una dimensión inconcebible; al menos 40 cm de largo por 30 de circunferencia.
La mujer da unos pasos alrededor del hombre, se acerca, se agacha, abre más los ojos:
---¡Taaaanto te crece! –dice, palpando insegura el miembro.
--Ya, déjame ir --grita el hombre, sudando por la excitación: su tono no trasmite lo que pide.
--Desátame, no soy yo cuando me excito.
--Te creo, papacito, te creo –dice ella sin dejar de mirar aquello.
--No entiendes, muchacha. Todos somos lo que somos mientras no perdamos el control. Yo, más que nadie, déjame ir, te lo ruego.
--Entiendo que me voy a dar el atracón de mi vida, eso es lo que entiendo.
Acto seguido la mujer empieza a desvestirse. Sonrisa y mirada maliciosas. Caen al suelo un saquito de piel oscura y un top rosa. Luego un pantalón ajustadísimo. El brassier y la tanga son diminutos; colocadas donde deben resaltan una piel tersa y un cuerpo torneado, de pechos firmes y muslos duros. Es obvio que cientos de horas en el Gim han transformado a la dama en una impresionante ola de armonía exquisita, las nalgas sobre todo, de una textura lisa y redonda, que bajo una cinturita breve exaltan a una mujer rotunda, un monumento más allá de los sueños de cualquier hombre: no le falta ni le sobra nada.
--Buenota entre las buenotas, ¿eh?, –dice ella, sonriendo y dándose una vueltecita--. Nada mal, ¿verdad?
El hombre ha perdido su expresión sufrida. Su rostro se ha congestionado y ha adquirido un tono oscuro y verde, parece a punto de reventar. Además su cuerpo ha ganado mayor grosor: su torso y brazos sobre todo: es obvio que el hombre se está transformando.
La mujer lo nota y asustada retrocede.
“¿Qué-qué tienes?”, pregunta.
El hombre no la escucha, no puede, un brutal torrente de testosterona ha entrado en funciones y es ahora una descomunal bestia la que toma el control.
Brota entonces un espeluznante bramido y las amarras que sujetan al hombre saltan por los aires, la bestia gira y la silla cae hecha pedazos; cuadros, adornos, lámparas de buró son ahora piezas rotas regadas por el suelo; y los olores, fragancias dulces, suaves, son suplidos por una marea intensa de olores acres, ácidos, salados. La mujer trata de huir pero no puede, la bestia estira un brazo y la alcanza. En la habitación hay una cama y allí la arroja la bestia, tan rápido que la mujer sólo atina a defenderse encogiéndose.
A esas alturas el cuerpo del monstruo es de un color verde intenso, radioactivo. Sus ojos cruzados de venas rojas despiden fuego y humo, se huele el deseo a cientos de kilómetros de ahí: deseo y muerte, muerte y fuego, fuego incontenible; el monstruo voltea a la mujer y la aplasta contra el colchón; una garra la sostiene mientras la otra le rompe bragas y sostén; ella gime, grita, patalea, pero el instinto domina a la bestia y ya nada se puede hacer: metido entre las piernas de la dama el monstruo coloca pronto su pene donde debe, se hace cancha, y, bramando enloquecido, ¡terrible!, se la deja ir toda.
La mujer grita, arqueando la espalda que parece quebrarse.
Nadie seguiría vivo después de aquello.
Sin embargo cientos de horas en el Gim y la herencia genética de quien ha parido a la humanidad, obran a su favor, e, increíblemente, pese a todo, la arremetida es tolerada, luego asimilada, y, por último (recordando a las amazonas que cabalgan en la espesura de la selva o las valquirias arremetiendo furiosas contra el enemigo o a las demonios incendiados en su propio fuego): sí: gozada. El ataque es acogido con deseo inédito, con el candor de un dulce endulzando una boca, no sólo una ni dos ni tres veces, sino decenas de veces, toda la noche, hasta el amanecer, cuando finalmente la bestia cede y cae rendido, y la mujer tiene que esforzarse para despertarlo y ponerlo en pie, entrada ya la mañana, y ayudarlo a tomar sus cosas e irse.
Segundos después mirando el semblante de desastre que ofrece la silueta del Dr Banner, y tras cerrar la puerta:
--Hombrecitos verdes a mí –dice ella, colocándose en las muñecas los brazaletes y luego en la frente la emblemática diadema de la mujer maravilla.
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