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Recuerdo que era un patio inmenso y que en el centro había una cocina siempre llena de mujeres vestidas de negro. 'Mayormente' conversando y haciendo cosas relacionadas con su constante 'cocinadera': atizando los fogones, pilando arroz , descascarando los güandules, tostando café o pelando plátanos. Mi casa era contígüa a la de éllas y para mirarlas lo hacía camuflando mi cara con el follaje de la cerca. Porque si descubrían mi presencia, me incorporaban a su eterno batallar. Y a mis cuatro años, el hurgar desde la palizada, siempre tenía el propósito de juntarme con Luisito, el niño de mi edad, que ésas 'mujeres' criaban. Quizás era hijo de una de éllas, aúnque núnca vi hombres en su grupo. Y para más confundirme, él las nombraba por sus apodos: Chiche, Lila, Sefe y Tayo.

La verdad es que jamás podré saber si esas damas vestían así porque no tenían padres, madres o maridos. Ní tampoco, sí pensaban que Luís estaba enfermo para trabajar, o que yo tenía que hacerlo porque era sano, sin que viviera en su casa. Y la sorpresa para mí era, que si yo rajaba las leñas para el fogón, no comía de las batatas que se hervían y si me hacían subir al cerezo, núnca probaba del dulce que preparaban con sus frutas. Pero yo sabía que a la hora de comer, cada cuál tenía que hacerlo en su casa. Y que en la mía, que sólo había una abuela para hacerlo todo, yo era muy importante. Y que mi sacrificio era porque en mi patio yo no tenía un Luisito para jugar.

Pero tendría que haber otra cosa profunda, grande, que hiciera que el magnetismo que une a los niños contemporáneos, fuera forzósamente desarticulado a la hora de salir, fuese, a la iglesia, al hospital, a un 'cansito' familiar, a un velorio o al campo. Habrían cosas insignificantes para mí y Luisito, que sus protectoras, las entendían irreconciliables. Tal vez, de esas que germinan diferencias y que se alejan tánto del discurrir existencial de los niños. Pórque lo suficiente para mí, era que Luis corría, saltaba, reía, lloraba, dormía, soñaba y despertaba cada mañana cómo yo. O era, a lo mejor, cómo que si los adultos usasen la inocencia para escribir en élla, los aspectos que nos hacen creernos 'superiores' a los demás.

Y pasó, aúnque los niños se oponen tajántemente a éllo, que el tiempo se movió y una de aquellas 'mujeres' se casó. Hecho que hizo que me vendieran una importancia, que ingénuamente yo compré, pero que por supuesto fue falsa. Y se trataba, simplemente de usarme para hacer los mandados: comprar y cargar en la cabeza una pieza de hielo, luego trozarla y verter los pedazos en un cajón aislante para poner los refrescos dentro. También, pelar cebollas y papas, desgallar el arroz, ablandar las habichuelas, picar tomates y ajíes. Y, luego que los 'invitados' comieran y bebieran hasta la saciedad, volvería a cobrar importancia, para el empaque de la basura.

Mientras que a mi amigo, que no le había visto en toda el día, lo tenían con los modistos hacíéndole las pruebas finales, antes de pasar a la sesión de fotos. Y cuándo al fin pude verle, estaba en el vehículo que le llevaría con el fotógrafo. Fue, cuándo con el derecho que me daba ser su amigo, volé al interior del carro para unírmele. Pero el áuto, misteriósamente, núnca arrancó.


Texto agregado el 18-03-2018, y leído por 103 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
26-03-2018 Es conmovedora tu historia. Me parece inapropiado el abuso de esas señoras con relación al tratamiento dado al niño que no pertenecía a la familia. Y sí, es todo un misterio que el carro no haya arrancado. No sería que no lo arrancaron por los prejuicios sociales? Me gustó tu estilo claro y diáfano de tu narrativa. Un abrazo full, amigo Peco. SOFIAMA
23-03-2018 Me gustó muchísimo. MujerDiosa
 
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