Mi padre era un humorista incomprendido, uno de esos genios disimulados bajo la apariencia ordinaria de un imbécil, de un cargoso, pero dueño de un sentido del humor filoso y elevado, casi diría incomprensible. Es más, nosotras mismas nunca entendimos bien sus gracias, pero se las festejábamos tanto como podíamos. Tenía una aguda visión de las cosas, mi padre, una percepción impecable de los detalles. – Sacáte el moco que tenés acá, María – espetaba con precisión al pasar frente a mi tía en una fiesta de casamiento, haciendo gala de su profunda capacidad de observación, encendiendo la chispa de la carcajada en quienes compartían aquel jocoso momento. Mi padre tenía un sentido del humor a prueba de balas, un optimismo crónico, la alegría de vivir a flor de piel. Es verdad que se ponía un poco pesado de vez en cuando, como ese día en que se empeñó en hacer bailar al abuelo Roberto a pesar de que estaba recién operado de la vesícula y el médico le había recomendado reposo. Insistía con que la alegría es el mejor remedio para el alma y el cuerpo, y aunque las tías comenzaron a colgarse de sus brazos en inútiles esfuerzos por detenerlo, él avanzó decidido a demostrar sus dichos, a vencer la pesimista resistencia del abuelo que pedía por favor que lo soltaran, que los puntos se le estaban desprendiendo. Mamá tuvo que treparse a su espalda y darle de puñetazos en el pecho para que lo soltara, pero finalmente, cuando nos acordamos de aquello, nos matamos de risa. Y ese maravilloso momento familiar de compartir un recuerdo se lo debemos a mi padre.
Para él era fundamental fomentar la risa y la algarabía. Eso, decía él, mantenía a la familia unida.
Las navidades eran siempre un misterio, una caja de Pandora, una adivinanza. Nunca se sabía en qué podía terminar todo aquello, pero seguramente papá quedaría retorcido en el piso, riendo hasta explotar en lágrimas y sollozos; la familia huiría en manada por la puerta, llevándose los platos de pesceto y ensalada de frutas, dejándonos paradas en la puerta mientras partían raudamente cada cual para su casa, jurando no volver. Y claro, ningún iluminado es profeta en su tierra, decía papá.
Mi padre era consecuente con su forma de pensar, eso no se discute. Para él el humor era cosa seria, y se practicaba desde la misma infancia, como una estoica forma de vida; era necesario reírse de uno mismo, así después uno podía reventar de risa a costillas de los demás. Por eso, cuando nacimos, quiso que nuestros nombres fueran también un motivo de alegría, un llamado a despertar en los demás una sonrisa. Por eso nos llamó Bella, Serena y Clara. Nada tienen de malo estos nombres, no señor. Pero a veces la cuestión está escondida en los detalles. Mi hermana Bella nació con bigotes, y un grueso par de cejas haciendo juego, imposibles de dividir en dos sobre el arco de su nariz. Jamás cera ninguna venció la insurrección capilar en el ceño de mi pobre hermana. Serena lloró y gritó tanto el día que nació que de los pisos superiores vinieron a pedir por favor que la mataran. O por lo menos, que alguien amordazara a la criatura. Y al día de hoy, el mínimo chasquido de un picaporte fuera de hora le demanda altas dosis de Lexotanil, que de todos modos, no son suficientes para aplacar sus desajustes de índole nerviosa.
Qué decir de mí... cuando ante mi rostro más que moreno, el ébano de mi pelo y los carbones de mis ojos, papá decidió llamarme Blanca, mamá rompió en un llanto amargo, llanto que mi padre condenó. – qué vergüenza, mujer. ¿Dónde está tu sentido del humor?
Es cierto que la vida de un genio no es algo fácil. No siempre el mundo está preparado para la grandeza, para la peculiaridad. La familia de mamá dejó de tener contacto con nosotros después del casamiento de la prima Emilia, cuando haciendo gala de su extraño sentido del humor, papá empezó a levantar las faldas de la novia al grito de ¡ a ver, a ver si te encuentro la liga...! mientras buscaba frenéticamente con sus manos vaya uno a saber qué debajo del vestido blanco, suceso que terminó con nosotras llorando en la vereda, sin cintitas ni ramo, mientras escuchábamos su discurso combativo, defendiendo la humorada hasta las últimas consecuencias: media torta que voló desde el balcón hasta su cabeza.
Ni siquiera la abuela Hilda supo reírse con su hijo cuando la detuvieron a la salida del restorán aquel para revisarle la cartera, quedándose sin habla mientras docenas de cubiertos emergían del fondo como por arte de magia, y papá se descostillaba a unos metros, presa de un furioso ataque de risa.
Pero lo que realmente marcó un antes y un después fue el triste episodio que involucró a Bella. Ya hablamos de lo avara que la naturaleza fue con mi pobre y querida hermana. Al bigote que portaba de nacimiento, fue sumándose con los años un oscuro vello facial, que, cual enredadera que horada la blanca pared, echó raíces en las mejillas de Bella sin que tratamiento alguno lograra por fin combatirlo. A esto debemos también sumar su permanente exceso de peso, un problemita en la coloración del esmalte de sus dientes, halitosis y un andar enrarecido por el insoportable dolor que le provocaban sus juanetes. Digamos que a Bella nunca le resultó sencillo relacionarse con el resto de los mortales, por eso fue todo un acontecimiento el día en que llegó con sus mejillas teñidas de rubor bajo el manto piloso de su rostro, los ojos encendidos tras los gruesos cristales, y con voz temblorosa nos dijo: - me hablo con un muchacho.
Con el tiempo fuimos enterándonos de los detalles sobre la vida de César, tal era su nombre, de su trabajo en el quiosco de diarios frente a la panadería donde Bella trabajaba, de su talento como imitador de pájaros, de su ceguera, en fin, fuimos construyendo la imagen de quien sería nuestra única esperanza de casar a mi hermana. Fue un domingo al mediodía que se decidió por fin el encuentro familiar con César. Llegó precedido por su perro lazarillo, un robusto y cariñoso ovejero alemán, bamboleando un poco bruscamente su bastón blanco. El almuerzo transcurrió casi agradablemente, sumándose al nerviosismo habitual el temor de que tampoco César pudiera reconocer en nuestro padre la luz de la genialidad expresada en su ácido sentido del humor. Quizás porque se sentía algo inhibido, o porque mamá le había suplicado de rodillas durante toda la noche, mi padre se abstuvo de poner en práctica su talento. Ya al atardecer, tras una hermosa jornada, mientras tomábamos algún licor, papá comenzó a animar la charla.
- Dios lo bendiga, joven, dios lo bendiga. Usted ha de tener un corazón muy noble para poder apreciar las virtudes de mi Bella...
Serena comenzó a tener aquel molesto tic que le contorsionaba la boca al tiempo que su ojo derecho se cerraba y abría sin control.
- Si señor, yo respeto a la gente que comprende las buenas bromas que la vida nos juega permanentemente, y se nota, m’hijo, que usted es esa clase de gente.
Serena babeaba profusamente mirando a mi padre sin poder articular palabra, sin poder detener lo inevitable.
- Porque no cualquiera se aguanta casarse con un transexual.
Cuando Serena salió de la internación Bella aún no había recuperado el habla. César jamás volvió al puesto de diarios ni a buscar el bastón que quedó tirado en casa junto al sillón de nuestro padre. - Este mundo jamás comprenderá la genialidad que se esconde en el humor de mi padre – dijo Bella por fin, con un extraño brillo en la mirada.
- No soporto verlo sufrir por la falta de reconocimiento – continuó Serena.
- La historia merece llevar impreso el nombre de nuestro padre – sugerí.
Y así diciendo, mientras reíamos apenas nerviosamente, le asestamos 289 puñaladas mientras dormía su siesta.
Mi padre era un humorista incomprendido. Y nosotras, como homenaje, lo hemos convertido en mártir.
Dios te bendiga, papá.
|