Mirándome en el espejo me decía a mí mismo en aquel reflejo que habían formas de detener esto: La muerte constante y aparecida de los que asumimos serían ciudadanos futuros y no los caídos que veíamos día a día. Las armas otorgadas para destruir la democracia. La violencia desenfrenada jugando en las calles. Las caras extrañas de desaparecidos y amantes. Todo eso y más hacía mezclar la rabia y la ira dentro de este cuerpo en un cubículo de baño al momento de abrir la llave para lavarme las manos. La mecánica del hecho de ser un militar y no querer disparar me transformaba en un traidor a los ojos de mis compañeros y superiores que esperaban atentos la vuelta al regimiento para oler las armas de servicio y saber cuáles habían sido utilizadas y cuáles no sobre las cabezas rebeldes, rindiendo tributo a la bandera flameante que no hacía honor alguno a sus colores más que al rojo de la sangre derramada. Fueron momentos estresantes entre la espada y la pared, mientras me mojaba la cara buscando encontrar la forma de poder explicar con argumentos lo suficientes y lógicos para hacer despertar y reanimar el lavado de cerebro de aquellos que aguardaban mi fusil en el mejor de los casos sin balas, pero se encontraba completamente cargado de ellas en ese mismísimo momento.
Recuerdo cómo se me nubló el alma de incertidumbre y también recuerdo el paso de las balas al cargar la metralla. Recuerdo seguido de eso una señal de respeto en la esquina de ese gran espejo y un par de soldados tan jóvenes como yo temblando en silencio mirándome a través de él. Sabíamos a lo que nos enfrentábamos y eso nos unía como camaradas en contra de la fantasía anidada de un futuro perfecto bajo el yugo de las redadas, asesinatos y armas.
Apreté mi cinturón al borde del colapso. Ajusté mi casco recordando mil veces el nombre de mi padre, madre y hermanos. Até los cordones de mis botines como si fuese a la guerra y era así, tal como lo esperaba, al salir de ese baño con el par de uniformados, otros se sumaban nerviosos a la gran campaña de traicionar ese supuesto honor a la patria que se respiraba hace ya unas cuantas semanas que habíamos dejado de contar, y que lejanos del hogar nos carcomía del miedo y de la desesperación. Movimientos de manos, asentimientos ligeros, trotes forzados, respiraciones agitadas y nerviosas, la vista fija y las herramientas de fuego alistadas. Íbamos en filas y sabíamos quiénes no habían disparado. Porque al oler esas armas, se olía también el nervio de acero de volverse contra los superiores y encontrar la paz en ello. Mientras marchábamos otros soldados miraban, esperando una suerte de liberación o llamado y avanzando de igual manera nos daban la esperanza asintiendo a los costados del patio que poca sombra daba a esas horas del día. Sin pensarlo, todos sabían que en mi turno habría otro golpe de estado, uno que cambiaría por siempre el curso de la historia de este país estigmatizado por la vida militar y el fascismo disfrazado de los sectores altos. También cambiaría la recuperación de la alegría y de los ánimos para volver a la tranquilidad liberando nuevamente al país de la milicia vigente.
Fue así entonces como al levantar mi arma sobre el mesón se escuchó un grito en conjunto que llamaba al levantamiento de la operación que jamás se encontró en papeles, sólo se hallaba en las mentes pensantes de un grupo de hombres y mujeres que quisieron decir basta, en los sentimientos de furia de las manos apretadas contra las murallas, en los llantos silenciosos de las gargantas secas y llenas de tierra de barrios pobres que caminaban cerca de los regimientos, en los ojos de esos que gritaban alzándose contra el ejército. Así, apuntando mi fusil hacia el encargado y de manera hermosa nació una revolución de forma espontánea y fugaz. Ver rendirse al enemigo es una imagen que quedará siempre guardada en mi memoria y por eso es esta la historia que cuento. Jamás pensamos poder tomarnos el cuartel del regimiento y jamás pensamos en poder vivir para contarlo. Jamás creímos poder lograrlo a punta de gritos más que de balazos. La verdad es que nunca pensé que fuéramos tantos unidos en esta lucha por recuperar la verdadera muestra de lo que en este país no sobra: Libertad.
Hubo bajas innecesarias como en toda batalla, suicidas ciegos y extremistas que prefirieron quitarse la vida antes de ser juzgados por los nuevos y reales protectores de la patria. Algunos se unieron a la causa velando por su vida y por poder volver a ver a sus familias aseguradas y acomodadas. Otros rindieron sus fusiles, rifles y pistolas y decidieron irse con la frente gacha, entregarse sin oponer resistencia alguna. Mientras que otros tomaron la iniciativa de no repeler los atentados en los diferentes ministerios del Estado donde fuimos recuperando la esperanza y la fe de volver a ver la nación levantada y al pueblo cantando en las calles y ventanas de las casas y edificios que se iluminaban al vernos pasar con los uniformes sin parches ni medallas cuando dábamos aviso por los megáfonos que estarían a salvo durante nuestra guardia.
Fue un día oscuro para los libros que hoy son historia, de eso podemos estar seguros porque no lo creemos, lo sabemos. Nunca he conocido a alguien que pueda contarme lo que ahí vivimos en otro cuartel o en otra de las ciudades y mitos después de ese día hay por todas partes. Probablemente fuimos los primeros o quizás incluso los únicos, pero lo dudo. Eso es lo que me gustaría creer: que fuimos más de los que salieron de esos baños esa tarde en el regimiento, que fuimos más los que en sincronía decidieron actuar el mismo día, que fuimos más que soldados traidores devolviéndole lo que merecía a quién se le debía, que fuimos más que simples salvadores, mártires y redentores. No me siento orgulloso de eso, pero sí me siento valiente por haberlo hecho. Hoy... hoy me siento seguro. Mi arma de servicio yace enterrada en el patio trasero de mi casa en caso de emergencia y pese a que aún le quedan balas, espero que jamás la ocupen o yo volver a ocuparla. |