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Un marido sin vocación

¡Manuel nunca debió casarse,…pero lo hizo!

Manuel y Laura se tropezaron entre la multitud de la gran ciudad, ella venía de la costa y él había descendido de la montaña. Después de aquel encuentro Laura comenzó a buscarlo, Manuel no se escondía y la soledad los acercaba. Entre semana jamás se veían, pero se encontraban los sábados por la tarde en un modesto hotel y a veces los domingos iban al cine. Esta rutina se volvió costumbre y la costumbre se confundió con relación.

Así transcurrieron varios años hasta que un sábado después de un masivo intercambio de besos, caricias y fluidos corporales, justo en ese momento, cuando la pareja era más vulnerable, -desnuda la piel, satisfecho el cuerpo, la ilusión de ella alerta, la inteligencia de él adormilada- se crearon las condiciones ideales para que el tiempo y la soledad se confabularan para escribir en las sábanas húmedas la desastrosa pregunta ¿por qué no nos casamos?

Una celebración modesta, bocadillos y ron nacional. Al convivio asistieron los padres de ella quienes querían una boda en la iglesia de su pueblo y un festejo al estilo tropical con música, baile y platillos típicos. Tristes por no haber sido así, ocultaban su pesar con la alegría y colorido de sus trajes regionales. Asistieron también dos compañeras del trabajo de la novia acompañadas por sus parejas, ellas comentaban los cambios en la oficina y ellos la alineación para el clásico partido de futbol a celebrarse el día siguiente. Desde una esquina el único invitado de Manuel removía distraídamente los hielos de su cuba libre tratando de entender por qué alguien con tantas inquietudes por satisfacer había tomado esa absurda decisión.

Terminó la reunión y los recién casados iniciaron un viaje por carretera a un poblado cercano famoso por sus artesanías. Allí pasarían un fin de semana organizado por la amiga metiche que nunca falta y que no concebía una boda sin luna de miel, aun cuando ésta fuese mínima, en cuarto menguante podría decirse. La amiga les había reservado una habitación en un hotel ubicado en la cima de una colina y con vista hacia el pueblo.

Él manejaba, era de noche, la carretera era sinuosa, ambos mantenían la vista fija en el camino, pero sus pensamientos estaban en mundos diferentes. Ella se imaginaba una casa llena de niños para continuar la tradición de sus ancestros. Él pensaba en las deudas contraídas por el concepto de casa y mobiliario, pero sobre todo se preguntaba por qué se había casado y cómo el matrimonio afectaría los objetivos que él ambicionaba en el futuro. ¿Por qué casarse en una época en la que los únicos que pensaban en casamiento eran los curas?

Un par de días después iniciaron formalmente la vida de casados. En ese momento las sorpresas comenzaron a dominar la escena. La casa nueva que nunca había sido habitada estaba helada, la recámara no tenía cortinas (afortunadamente tampoco vecinos), la chimenea no funcionaba y el gas no había sido surtido.

¡Manuel nunca debió casarse,... pero lo hizo!

Su primer noche de casados y en casa nueva fue de contrastes. Tenían todo el tiempo y toda la intimidad que una pareja desea, así que en vez de verse envueltos en la complicidad de una habitación de hotel en la que él entre besos y caricias atrevidas le quitaba poco a poco la ropa aumentando la excitación conforme quedaba más piel al descubierto, ahora ella se desvestía por sí misma, acomodaba su ropa con orden y pulcritud. Lenta y cuidadosamente removía el maquillaje que adornaba su rostro, luego se trasladaba al baño, se lavaba la boca, se cepillaba el pelo y daba las buenas noches antes de irse a la cama.

La intimidad se volvió menos excitante y más rutinaria, convencional y predecible, sin embargo, ésta seguía siendo aceptable. Manuel recitó para sí mismo:

Se fue el deseo nómada
quedando sólo el cuerpo inerte
carne insípida de hada
que lleva la pasión hacia la muerte.

Luego comenzaron las batallas. La primera por asuntos de territorio: qué lado de la cama, cuáles cajones del closet, el sitio en la mesa. Después, la lucha por el espacio: vemos la televisión, –estoy leyendo–, damos una vuelta, –me acabo de acostar–.Y finalmente la madre de todas las batallas, el derecho a la privacidad: por qué estás tan callado –no estoy callado estoy platicando con mi yo interior.

¡Manuel nunca debió casarse,... pero lo hizo!

El día siguiente regresaron a trabajar. Ella salía más temprano, él más tarde. Desayunaban por separado, comían cada uno en su trabajo. Ella regresaba temprano del trabajo, él más tarde ¿cenaba ella?, quien sabe, él normalmente no lo hacía.

¡Manuel nunca debió casarse,... pero lo hizo!


***

Poco tiempo después, el matrimonio se había extinguido. Ella se negaba a aceptarlo y él se seguía preguntando por qué diablos se había casado. Manuel comenzó a aprovechar toda coyuntura disponible para proponer la separación, Laura para negarla. Él comenzó a buscar cómo alejarse, ella cómo acercarse.

Un día caluroso de verano Manuel decidió no ponerse camiseta. Por la noche, mientras él se desvestía, ella intentando un tono irónico que no le quedaba, preguntó: –¿por lo menos recuerdas dónde dejaste la camiseta?– Él respondió: –sí, no te preocupes, mañana paso a recogerla–. Laura prefería imaginar a Manuel involucrado en una aventura a reconocer que ese matrimonio no tenía sentido alguno.

Una noche, después de muchas en las que él abordaba el tema de la separación, ella con tono suave y voz pausada le dijo: –el que no está contento eres tú, a mí nuestra relación me hace feliz, ¿así que por qué habríamos de separarnos?

La negativa a aceptar la realidad y el tono usado para externarla lo sacaron de quicio. Manuel consideró seriamente la posibilidad de estrangularla, con la mirada recorrió la habitación en busca de objetos que facilitaran la tarea. Las agujetas de los zapatos, su corbata, las medias, los cordones de las cortinas. La mente analizaba los objetos, las agujetas no, son muy cortas, la corbata no, es muy frágil, las medias no, es fetichista, los cordones no, sería vulgar. La conciencia intervino entonces y gritó: –espera, espera, tú no eres un marido, pero tampoco eres un estrangulador–. Más tarde, sintiéndose miserable, su convicción de que ese matrimonio debía de terminar se reafirmó, no sólo lo estaba asfixiando, si no que ahora además lo estaba transformando en algo que no era.

Laura pareció adivinar sus intenciones y al siguiente día, todavía con el espanto marcado en el rostro, aceptó iniciar los trámites de un divorcio voluntario, así se llamaba. Él supuso que dado que no había hijos y que ambos estaban de acuerdo, el trámite sería rápido. No fue así, hubo que asistir en varias ocasiones, y en cada una la jueza iniciaba exhortándolos a mantener el sagrado vínculo del matrimonio, pilar de la sociedad, etc.

Una noche, muy cerca ya de lo que sería la última audiencia, mientras Manuel recostado en la cama intentaba concentrarse en la lectura de algún libro, Laura se desmaquillaba frente a él. Vestía una bata de tul verde azuloso o azul verdoso, imposible adivinarlo, la tela era transparente y dejaba ver su cuerpo completamente desnudo. Sus senos firmes sostenían la tela igual que un mástil sostiene una vela. Al verla así un recuerdo vino a su mente.

Recordó un domingo por la noche, venían del cine y se dirigían a casa de ella. Se aproximaba su cumpleaños y ella con voz meliflua y sonrisa pícara preguntó: –¿qué vas a querer de regalo en tu cumpleaños?–, él contestó: –a ti con un moño–. Ella se rio y replicó: –no, en serio–, él muy serio le dijo: –eso es lo que quiero.

Llegado el día del cumpleaños ella le llamó: –ven temprano a mi casa y trae algo para brindar. Mi hermano va a llegar muy tarde–. Manuel tenía otros planes, pero accedió y se dirigió a casa de Laura. En el camino compró una botella de brandy barato y unos refrescos de Cola.

Tarde y sin grandes expectativas, Manuel llegó al departamento de Laura. Ella desde el interior con voz seductora le indicó: –la puerta está abierta sólo empújala–. El departamento estaba en penumbra. Desde el centro de la estancia él pudo ver cómo se abría lentamente la puerta de la recámara y allí enmarcada por el quicio estaba Laura con zapatillas de tacón alto y una banda ancha de satín rojo que, partiendo de su pecho, formaba un moño que apenas cubría sus senos y su vientre.

El corazón de Manuel era joven, fuerte y sano, así que sobrevivió la impresión sin un infarto. Luego se sentó para recuperar el aliento, mientras ella dejaba caer el moño ofreciéndole el espectáculo de su carne joven, firme y morena.
El cuerpo desnudo de una mujer tiene fulgor propio que ilumina el momento y los sentidos, mientras dos cuerpos se buscan en la obscuridad.

Al concluir el recuerdo, Manuel tenía una excitación monumental, de esas que hasta duelen. Laura se despojó de su bata y desnuda se metió en la cama. Él luchó contra sí mismo y perdió la batalla, la atrajo bruscamente y la poseyó con furia y desesperación. Ella sólo cerró los ojos, no opuso resistencia, pero tampoco participó.

Una vez recobrado el control, Manuel se percató una vez más que la situación por la que atravesaba. No poder concluir el divorcio lo estaba trastornando, era el segundo incidente violento en tan pocos días y él no era así. Avergonzado alcanzó a musitar: –perdón–, ella retadora preguntó: –¿es todo lo que tienes que decir?–. –Sí, perdón– contestó él.

Al siguiente día Manuel no quiso llegar temprano a su casa, así que decidió pasar a visitar unos amigos. Allí estaba la compañera de trabajo que había organizado el viaje de luna de miel. Al calor de unos tragos él les contó las vicisitudes del divorcio y lo que le estaba pasando, incluidos los dos eventos de violencia, sobre todo el último (la posesión). La amiga con hondo gesto de preocupación le recordó que Laura provenía de la selva, de un estado famoso por la brujería y justificó así el pasaje de excitación extrema de la que fue víctima. Al mismo tiempo, le recomendó que en tanto no se separaran, debía evitar comer o tomar cosa alguna en casa, ya que podría caer en trances similares o peor aún quedar como zombie.

Manuel se rio durante horas y todavía camino a casa se seguía riendo y preguntando cómo era posible que la amiga creyera en esas supercherías. ¿De qué le había servido trabajar en empresas transnacionales, leer tantas revistas de divulgación científica, asistir a innumerables conferencias y codearse con gente educada?, pensó.

Al fin se firmó el divorcio. Laura seguía allí y pretendía que nada había pasado. El siguiente fin de semana, Manuel se levantó muy temprano y se fue lejos de casa, necesitaba estar solo. Al regresar, ya entrada la noche, lo recibió el vigilante de la privada y con tono preocupado le preguntó: –¿está todo bien señor? ¿qué sucedió?–. Él sin saber de qué hablaba el vigilante le respondió: –¿por qué, qué pasó?–, el vigilante le contó que una ambulancia estuvo en su casa.

Manuel ingresó a la casa, buscó rastros de sangre, señales de violencia, cordones policiacos, tan sólo encontró un silencio sepulcral y una paz infinita. Cuando entró a su recámara notó que el closet estaba vacío, la ropa de Laura no estaba. Tampoco sus perfumes y cosméticos aparecían sobre la mesita que hacía el papel de tocador. Entonces, recordó que ella trabajaba en un laboratorio médico y dedujo que utilizó una de las ambulancias para hacer su mudanza.

Manuel se tiró sobre la cama y durmió por primera vez en mucho tiempo en absoluta paz. De Laura sólo quedó su perfume impregnado en las sábanas y la tibieza que el calor de su cuerpo les había transmitido. Mientras él dormía ambas cosas se comenzaron a desvanecer poco a poco.

Al siguiente día se presentó el vecino, tocó a la puerta y saludó con excesiva propiedad. Manuel lo invitó a pasar y el vecino declinó la invitación diciendo que la amistad era de parejas y que al separarse la amistad había terminado. Durante los siguientes días la situación empeoró, la casa era un desastre, los trastes y la ropa sucia se acumulaban, la señora que ayudaba en la casa no había aparecido.

El siguiente fin de semana Manuel tuvo que actuar, así que llevó todo lo sucio, trastes y ropa, a la regadera y allí, mientras se bañaba, lavó todo. Luego acomodó cada cosa en su lugar y decidió salir a comer fuera. Al abandonar la calle donde vivía notó que la señora que les ayudaba salía de una casa, se aproximó y le preguntó por qué no había ido. La señora le explicó que el último día Laura la despidió, diciéndole que ya no se le necesitaba más. Manuel le ofreció subirle el sueldo si regresaba y ella aceptó.

***

Pasaron unos meses desde que Laura, en una ambulancia, trasladó sus pertenencias heridas. La casa ya no olía a ella, ahora era más el recinto de un hombre solo. Manuel la redecoró y colocó dos placas, una sobre la puerta en la que se leía su nombre y abajo la expresión “Ejerce sin título” creando un símil entre los curanderos de pueblo que actúan como médicos y él, dejando en claro que no volvería a casarse; la otra placa estaba en el estudio y citaba a Mario Benedetti “La soledad es también un homenaje al prójimo”.

Luego, Manuel conoció una mujer que le llamó la atención. Tenía un cuerpo sensual y era muy divertida, su alegría era contagiosa. Salió con ella algunas ocasiones y un día, después de ver un show, él la llevó a su casa. Unas copas más, un poco de música y la noche hizo lo demás.

Por la madrugada un grito aterrador lo despertó, regresándolo a la vigilia. Al abrir los ojos se encontró él parado en la cama, desnudo, con los puños cerrados y los brazos en alto, los ojos desorbitados, el pelo erizado y gritando con todas sus fuerzas: –yo soy más fuerte, yo soy más fuerte–. Ella, desnuda, en cuclillas, se refugiaba en un rincón de la habitación desde donde gemía con verdadero pavor.

Manuel salió del trance, bajó de la cama, le ofreció su mano para ayudarla a incorporarse. La mujer no la aceptó y se arrastró hasta el teléfono, marcó un número y le pidió a alguien que viniera por ella, indicó la dirección y le explicó más o menos cómo llegar.

La mujer se fue y Manuel desconcertado bajó a la sala, puso música, se sirvió un trago y con diáfana claridad recordó la pesadilla que causó todo:

Era una noche tropical, calurosa y húmeda. Densas nubes cubrían la luna y la obscuridad reinaba dándole un toque siniestro a la escena. Las ceibas majestuosas y las acacias vanidosas custodiaban un claro de la selva. Al fondo del mismo, una choza de ramas y en el portal de la choza una fogata, en ella, una anciana con aspecto de duende lanzaba polvos mágicos que al contacto con el fuego producían un humo espeso de diversos colores, según el polvo arrojado. Las llamas se elevaban lentamente, danzando y asumiendo la forma del cuerpo voluptuoso de una mujer. Mientras, la anciana con una voz tan baja que apenas era audible y el vaivén pausado de sus manos artríticas lo llamaba. Manuel, inerme caminaba hacia la anciana, mientras pensaba que aquello no era real, que era sólo un juego de la mente que él podía vencer. En medio de la pesadilla, él se concentraba, se resistía y como un mantra salvador repetía: –yo soy más fuerte, yo soy más fuerte.

Así fue como terminó parado en la cama, con aspecto de loco y acciones afines, aterrorizando a una pobre mujer que lo único que había hecho esa noche era brindarle su agradable compañía y su hermoso cuerpo. Para sorpresa de Manuel, después de esa noche, la mujer jamás volvió a contestar sus llamadas. La amiga fortaleció su creencia en las supercherías. Él se libró de la culpa de la relación terminada y desde entonces cada vez que ve fuego busca encontrarles forma a las llamas que de éste se desprenden.

Texto agregado el 08-03-2018, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-03-2018 Me encantó. Nilope
 
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