1
Ana, mujer de unos 50 años. Pide cazuela de vacuno. Habla de su familia y de su hija muerta hace poco.
-Tenía apenas 23 años cuando la atropelló el camión. Toda la vida por delante.
Llora mientras sorbe el caldo. Se limpia los mocos y sigue comiendo. Me cuenta que le duele el alma, pero que encuentra paz en dios. Me pregunta si yo sigo a dios. Le respondo que no. Deja de mordisquear el choclo y me insta a adorarlo con todo el corazón porque él es el único que da consuelo y vida eterna. Reflexiona un poco y, con mirada algo perdida y voz amenazante me advierte que tenga cuidado con el diablo, porque puede estar oculto en cualquier lugar, disfrazado. Luego cae de nuevo en la tristeza. No sé qué decir, solo me sale un lugar común.
-Debe ser fuerte, hay muchos motivos para seguir viviendo.
-Sólo con dios --replica con amargura--, lo demás es puro sufrimiento y dolor.
Mezcla la ensalada con la carne y la papa. Un mechón de pelo se le mete al plato. Suerte que ya no haya sopa, pienso. Nos despedimos y quedo con una sensación de tragedia. Camina con los hombros caídos y mirando sin ver.
2
Fernando, joven de unos 25 a 30 años, buena facha y vestido a la moda hipster. Pide reineta a la plancha con ensalada surtida. Me habla de su padre y la mala relación que tiene con él. Deduzco que es por su condición de homosexual. Vive solo en un departamento. Es decorador y artista. Tiene problemas económicos y acusa a su padre de no ayudarlo, asegura que es un hombre egoísta y tacaño. Hablamos de afectos y amistades. Tiene pocos amigos, no le gustan las multitudes.
-Prefiero las cosas íntimas, se disfrutan más.
-Es cierto, yo también.
Hay un silencio algo incómodo. Con lentitud gatuna corta el pescado en pequeños trocitos, lo mismo con la ensalada. Vuelvo a lo de su trabajo y expone con fervor sobre lo que hace con los espacios y los accesorios. Debe ser divertido, digo para alentarlo.
-A veces, cuando tengo clientes.
Ríe a carcajadas mientras se limpia con la servilleta el borde de la boca, que no se ha ensuciado. Nos despedimos. Me tiende su mano fina y me mira coqueto. Deja la mitad de la comida.
3
Aliro, profesor universitario, jubilado. Debe pasar los 70 años. Pide ceviche y mariscos. Lo primero que me dice es que está preocupado por su futuro. Trabaja, pero le están disminuyendo horas de clases y todavía tiene deudas que pagar. Su especialidad es metodología y didáctica. Saca un pañuelo de género y se limpia la frente. Después de cada tragada dice algo, es automático. Acusa que los directivos no valoran su experiencia. Se ve cansado y malhumorado. Le duele que lo consideren viejo, pero sabe que lo está.
-Yo no comprendo a las nuevas generaciones. Los estudiantes son cada vez más incultos y flojos, no leen y quieren todo fácil --mueve la cabeza en señal de desconsuelo--. Este mundo es un completo desastre --sentencia.
-Quizá estamos en camino a una crisis total --digo para empatizar, pero noto que he exagerado y rectifico--. Aunque, si uno es razonable, hay que reconocer que algunas cosas han mejorado.
-No sé –apunta luego de tragar--, antes la gente era más educada y respetaba más. Hoy si no te haces a un lado te pasan por encima.
No lo culpo por su amargura, idolatramos la juventud y despreciamos la vejez como nunca antes. Al despedirnos le deseo que tenga un buen día, esperemos que así sea, responde sarcástico.
4
Cecilia, corredora de propiedades, tendrá unos 35 años. Pide pollo con papas fritas y lechuga. Hablamos de casas y terrenos y de cómo han subido los precios los últimos años. Maneja el cuchillo y el tenedor con habilidad de cirujano. La demanda presiona al alza, dice mientras desmenuza el pollo, y los dueños quieren ganar dinero.
-Yo sólo hago mi trabajo, no tengo mayor responsabilidad --indica, disculpándose.
Le consulto precios en zonas apartadas de la capital. Le digo que quiero comprar un terrenito, hacerme una casa y vivir tranquilo lejos del bullicio. Todo esto pensando en una posible rebaja. Ni hablar. Me da cifras estratosféricas.
-Mucha gente está comprando fuera para irse los fines de semana y en vacaciones, me llaman todos los días, ¡no paro! --declara entusiasmada.
Mi pesimismo sobre el futuro va en relación inversa a su alegría por el crecimiento de su negocio. Nada que hacer, es el libre mercado. Los restos de pollo en el plato parecen osamentas arqueológicas. Antes de irse me sonríe y me da su tarjeta. Tiene buen trasero.
5
Pedro, hombre de mas o menos 50 años, cara morena y tosca. Pide tallarines con salsa y ensalada de betarragas. Apenas me saluda y ya sentado mira a cualquier parte, evitándome. Se ve incómodo. Le preguntó qué tal su día y si viene seguido al local o es primera vez.
-Si si vengo siempre --responde con voz ronca y casi ininteligible.
Succiona los fideos con fuerza, hacen ruido y sueltan unas gotitas que me dan en la frente. Me limpio y le comento que la comida es bastante buena.
-¡Hum!
Sigue comiendo sin despegarse de su plato hasta que lo termina. La salsa que queda en el plato la limpia con el pan. Todo en él dice “vine a comer, lo demás me importa un pito”. Aun así le saco que trabaja en la vega vendiendo fruta desde niño. No le hago más preguntas. Paga y se para.
-Que le vaya bien
-¡Hum!
Ha dejado ambos platos impolutos, pero alrededor de ellos y en mi camisa hay varias gotitas rojas.
|