Aquel día sólo faltaba que me llamaran puta. En el trabajo el jefe de planta había llegado a la conclusión, por no se sabe bien qué procedimiento deductivo, de que todo lo que no funcionaba en aquel servicio tenía que ver de una manera misteriosa- ya digo- conmigo.
Algo que se podía sobrellevar con ciertas dosis humorísticas. Aunque en la Facultad junto al juramento hipocrático no se nos hubiese hablado de ello. Pero entraba dentro del capítulo de lo posible. De la ineptitud al putiferio- tampoco se me escapaba- había un pequeño paso, el mismo que de bueno a tonto. Tampoco pasaba por alto que era la otorrino más guapa del hospital- modestia aparte. Por no sé qué suerte de asociación de ideas, de guapa pasaría a tonta y de inepta a puta, cuadrando el silogismo según el cual antes que competente facultativa era un florero que habían dispuesto allí los estamentos para adorno y solaz del resto. Y es que en este mundo la belleza era un handicap más que una ventaja. Lo había intentado todo. No arreglarme, etcétera, pero estaba encasillada y no había manera de convencerlos de que hacía los mejores diagnósticos.
No me importaba mucho el asunto, o demasiado. Pero cuando el director de la especialidad me empezó con que no se entendía con su mujer, que había un muro entre ellos, que la iba a dejar y demás preámbulos amatorios, no pude evitar utilizar el procedimiento femenil- inductivo según el cual me estaba llamando, por silogismos- pero llamando- algo feo.
El resto es materia judicial. Y no sé por qué me da la impresión de que al capítulo de inepta y puta se añadirá el de exagerada. Ya digo, una lata. A veces pienso en dejarlo todo, cambiar de ciudad y de trabajo y echarme un novio normal, un tipo relajado que en lugar de hablarme de muros y distancias me proponga simple y llanamente echar un polvo.
Hubieran acabado allí mis cuitas si hubiera tomado la decisión de ceder aquel terreno y reubicarme en cualquier otro lado; pero no era lo suficientemente ingenua para pensar que con ello terminaban los problemas. Desde el invento del hilo telefónico ya te podías largar al mismo Honolulu que daba contigo la cohorte de desocupados que no tiene otra mejor cosa que hacer que disfrutar con esta suerte de sensaciones. Gentes que no entienden más que la invisibilidad y la pistola; que hacen de su vida un concurso- oposición a la idiotez. Ante casos así sólo cabe la intermediación divina para, al menos temporalmente, obtener una tregua. Era mejor éso que el intento de escamoteo, ya que a menudo fracasa, con la colaboración del hilo telefónico y algún esteta de la delación.
Así que me quedé, esperando descubrir algún día al ávido- a ignorante de sistemas alternativos de distracción para alojarle una bala del nueve en la cabeza, a modo de última pieza de puzzle que habría de ser su solución.
La otorrino Pinilla era una dialéctica de consideración. Utilizaba un verbo fluido en el que no faltaban malsonancias lingüísticas, pero aplicadas con criterios médicos, al objeto de disociaciones que ella consideraba de primerísima utilidad. Además- como ella decía-, salían en el diccionario; que no las hubieran puesto- se justificaba.
Por ello, el día en que el jefe de servicio le insinuó que se encamara con él- véase primer capítulo de esta historia verdadera- no pudo reprimir su natural tendencia de disección y clasificadora del género humano sobre quien, matrimoniado, pretende trato carnal no legitimado por las nupcias. Aquella reprimenda pasó a los anales del hospital. No se recordaba metralla dialéctica tan supina desde su fundación. Suerte que era personal estatutario, pues en la empresa privada tales pronunciamientos suelen terminar en finiquito. Pero la doctora Manuela Pinilla se había mascado una dura oposición como para permitir aquellas intromisiones deshonestas.
La señorita Pinilla no era lo suficientemente ingenua para pensar, sin embargo, que ahí acababan sus problemas, como tampoco para no reparar en que había una mano negra detrás- que posiblemente no coincidiera con la del pretendiente sorprendido, que tuvo que escuchar aquella disertación sobre Derecho canónico matrimonial sin pestañear, y a quien consideraba una víctima más.
A la Doctora Pinilla le gustaba que la enamoraran con otro tipo de metáforas. En el fondo lo que más detestaba es que para tirarle los tejos utilizaran fórmulas gastadas y tópicos. Para la Doctora Pinilla, el mayor defecto humano consistía en la falta de imaginación y/o su no utilización. No dudaba que el jefe de planta tuviera un alto cociente intelectual - era un médico importante en la especialidad-
pero, por ello precisamente- aparte de estar casado, que también le repateaba- le disgustó que viniera con el argumento del muro y la distancia. En el fondo, detestaba, que con aquellas argucias se diera una imagen tan baja de la profesión. Pero, claro, con el juramento hipocrático no iba pareja referencia alguna de originalidad. Y es que la Doctora Pinilla era también un poco rara avis en la profesión. Con decir que hasta leía novelas baste para su ejemplificación.
Con todo, lo que más le disgustó fue que tales argumentos le hubiesen sido expuestos así, a tenazón. Con lo fácil que ella veía un acercamiento a través de pequeñas muestras de afecto. En realidad, lo que peor llevó fue que el hombre de su vida- estaba enamorada del jefe de planta, secretamente- la abordase con aquella panoplia amatoria tan pobre. El amor se transformó en ojeriza pronto y se prometió a sí misma que se encamaría con el primer registrador de la propiedad que, entrándole por lo derecho, le viniera en suerte.
Como la vida a su alrededor era un cachondeo, la Doctora Pinilla renunció a poner orden, de una manera definitiva, en ella. En adelante atendería las obligaciones propias de su profesión y poco más. Había renunciado incluso a llevarse bien con sus compañeros. Cuando salía del Hospital se convertía en la señorita Hyde, dejando de ser, para todo, la doctora Jekill; es decir la doctora Pinilla. La señorita Pinilla en aquella gran ciudad oficiaba simple y llanamente de chica de su edad. Iba a conciertos, al cine, y se había- finalmente- también enamorado de la moda juvenil. Era éso o volverse una tarambana con deformación profesional. A sus nuevas amistades les decía que trabajaba en una oficina, de las muchas que proliferan por Tribunal. Sólo le faltaba un Sabina que la esperara al salir. Pero no era tarde para ello y la Doctora Pinilla puso tanto empeño en ello que lo encontró. Allí lo tenía, recién arribado de La Mancha, un hombre dispuesto a labrarse un futuro como escritor. Un hombre, en definitiva, que sabía lo que significaba la palabra humor. Que se contará en futuras entregas de esta historia verdadera.
Entre tanto no salía de su cabeza: Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal, dónde está tu oficina para irte a buscar. Era como una caricatura de su propia situación.
Le podrían robar sus días, sus noches no.
Pero aquel cordón umbilical era más resistente que el que te cortan al nacer. A su alrededor se había formado una placenta de intereses a los que no bastaba con darles la espalda.
Y es que la Doctora Pinilla no era una simple facultativa más. Era- y esto es lo más grave- una facultativa hecha a sí misma. Y una facultativa con un- ahora- punto flaco: personalizable. El muchacho no sabía demasiado de la vida. Ni siquiera creía que para amarse hubiera que salvar una oposición como si uno se quisiera hacer- por poner un ejemplo- Abogado del Estado o Registrador de la Propiedad. Se conocieron, se gustaron y pensaron que no era preciso nada más. El amor platónico, sin embargo, es el más resistente de los amores, que no se rompe como un plato de porcelana cualquiera. El platonismo se refiere a un más duro material. En aquel esquema de las emociones y las pasiones ordenadas, a la Doctora Pinilla le correspondía, y sin que ella lo supiera, un plato de aquella consistencia. Y es que el orden establecido no se lo salta uno ni en un lugarejo de provincias, ni en la villa y corte nacional. Para hacer de su capa amatoria un sayo había que mudarse poco menos que a Reikiavic. Aquel estatus alcanzado tenía que rendir pleitesía, amatoria también. Y ahí empezó el rosario de dificultades para los dos jóvenes. No se sabe hasta dónde puede llegar la máquina de la insidia cuando se pone a funcionar. De entrada, al chico, no le empezó a quedar otra que la del malditismo. Y no eran esos los planes de aquella pareja, que aparte de amor quería tener piso en Moratalaz.
Madrid se abría como una lata de sardinas a sus ojos. Ojalá fuera jurel, decía el muchacho medio en broma. Pero era cierto, allí había que llevar vida plegada. Era la contraprestación de la libertad. Piso pequeño, cama pequeña, habitación pequeña y armario diminuto. Debajo de la cama de la pensión del muchacho yacían como suicida sangrante, sus libros. Pasaban las tardes con el único divertimento de meter la mano a ver qué novela les salía y leer un párrafo.
De vez en cuando, también, se daban un beso. Cuando salía cien años de soledad, se arreglaban, invariablemente, y se daban una vuelta por Preciados. Les gustaba pasar por otros consumistas más, por allí, en la gran calle del consumo. Luego, también invariablemente, se acercaban a un MC. Donald´s de la Gran Vía a mojarse una magdalena en un café descafeinado. Otro de sus entretenimientos era el de ver pasar un coche blanco. Y así, con aquellos métodos azarísticos pasaban el tiempo. El chico tenía la teoría de que todo lo que uno deseaba acababa por lograrse con el tiempo. Siempre- puntualizaba- que se deseara dentro de un
margen que venía de marchamo en la frente de cada cual con el nacimiento. Así, aseveraba, nadie se podía llevar a engaño; y que lo difícil era ser consciente de ello.
Cuando la muchacha le preguntaba por el suyo, él respondía que en la suya venía jurel, motovespa y buhardilla por Campamento. Se metían en el metro y se iban a mirar pisos por Campamento. Cuando la chica indagaba sobre las razones de Campamento, el muchacho respondía que era sólo una escusa para pasar la tarde con siete euros.
Como no estaba acostumbrada a que le dijeran te quiero, la facultativa se tomó aquellas palabras de una manera regulera. De no haber sido el día de los enamorados, hasta habría mandado a la mierda al muchacho. Pero era el día de San Valentín. Bien claro lo ponía al lado de donde habían quedado- calle Preciados debajo de la estatua del oso y el madroño. De no ser por el anuncio de El Corte Inglés, que refrentaba a la vista del lugar de la declaración, no hubiera tenido aquellas palabras por románticas. Pero se veían dos enamorados tumbados sobre un campo de rosas-en la pancarta, me refiero-; bien parecidos; pareciendo-valga la redundancia- indicar que eran como ellos, que todo el mundo era como ellos, y no se ofuscó. En adelante pasó la tarde mirándose al espejo de todos los establecimientos a ver si era también ella la inspiración de El Corte Inglés. O al menos de Galerías; pero alguien, por ver que no le estaban tomando el pelo( tanto los de Galerías como su novio).
Pasaban un tiempo de su vida en que eran felices sólo con encontrarse y dejarse ver juntos, proclamando de alguna manera que eran dos seres enamorados.
Ese día, el muchacho, en lugar de llevarla a lo de las magdalenas, se le ocurrió entrar en gastos. Se dieron una vuelta en las barcas del Retiro. Cuando pensó que era el momento, se sacó de la mochila un ramo de flores. Un ramo un tanto arrugado del traqueteo de toda la tarde. Se estuvieron ya el resto de la tarde descojonándose de la risa. Como remaba enfrente de ella, le descubrió un agujero- al chico- en la planta del zapato. Un agujero que venía a indicar que si llovía mejor quedarse en casa, cuando, precisamente, vino el aguacero. Siguieron riéndose hasta que entraron al zaguán de la casa de la doctora- no distaba mucho del Retiro. Le bajó unos calcetines suyos y unas botas de su hermano- que paraban por aquella casa no sabía de qué manera y razón.
Llevaban un noviazgo de los de antes. No pasaba aún a la casa- un piso compartido con unas compañeras del Hospital.
Cuando lo vio marcharse: mirada baja de tempestad y las manos en las solapas de la cazadora para taparse el pecho( todavía lloviznaba), le dio al hombre un "yo también te quiero".
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