Un clavel rojo
Ayer volví al viejo bar donde nos reuníamos cada sábado para compartir y disfrutar de una cerveza. Dos semanas habían pasado de nuestro rompimiento y no había regresado, pero ese día amanecí con una añoranza profunda dispersa entre mis sábanas.
Como pienso que todo ocurre por algo, me vestí con mis mejores galas y llegué al lugar a las 10 en punto, como lo hacía antes, acariciando la idea de que ella, guiada con un impulso similar, también iría como lo hacía antes, con un clavel rojo obre la oreja.
Me senté en nuestro rincón habitual, en una mesa discreta ubicada al fondo del local, desde donde podía ver a los que llegaban sin que se percataran de mi presencia. Con evidente nostalgia pedí mi cerveza favorita y creí adivinar en la mirada del mozo una muda pregunta: "¿Y usted, solo? ¿Dónde está ella?"
No quise dar explicaciones, temeroso de que entonces me preguntara por "la chica del clavel", mi compañía de aquellas mañanas sabatinas.
Bebí de pocos sorbos mi espumosa bebida mientras observaba con interés la puerta por donde ella debía entrar, pero no se asomó, aunque, para mi satisfacción, vi llegar una humilde muchacha que ofertaba flores mesa por mesa, hasta llegar a mi.
—¿Tienes, por casualidad, un clavel rojo? -le inquirí casi con vergüenza.
Ella lo buscó entre el aromático paquete. "¿Uno solo?", preguntó.
—Uno es suficiente para pensar que la tengo conmigo -le dije mientras le pagaba y le daba una buena propina.
La vi alejarse, extrañada , de seguro, con mis palabras.
Cuando el mozo regresó, debió notar en mi rostro un destello de alegría y de esperanza. Lo sé porque me preguntó, sonriente:
—Le traigo otra cerveza, ¿verdad?
Alberto Vásquez.
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