Nada es definitivo ni permanente,
fluímos como el caudal de un río,
nos desprendemos de las cosas
como se desprende la hoja marchita
del tibio árbol
que le dio alimento y abrigo.

Nos salvamos,
como se salva la rosa
del frenesí que acecha la cordura del enamorado
y perfuma con su aroma las ausencias
¡éstas! que, en la descomposición del espíritu,
nos harán sentir la precocidad de lo humano.

Pequeños trozos de existencia
manifiestan que todo se transforma
y que el universo vibra al unísono
sobre las resonancias de nuestra infancia primera
y su orfandad delatora,
permaneciendo suspendidos
con la conciencia contenida
en la lágrima que se suicida.