No te lleves mi santuario.
No le quites la bella pureza,
que de mis oscuros ojos refleja,
con malos discursos de pobreza,
arrojados como si fueran quejas.
Estrepitosos cantos de barro.
Barro que arrastra e inunda,
cubriendo buenos hermanos,
con secos golpes de voz furibunda,
cansando oídos, cortando manos.
Rojos cantos destemplados.
Rojos santos disonantes.
Discursos bien estudiados,
de negros aullidos escalofriantes,
para vernos sangrar perturbados.
Mal pastor que arrojas,
tu rebaño hacia el barranco.
¿No es acaso más importante?
Una sola oveja que se aleja,
que todo un rebaño dispuesto
a pacer pasto de tus zapatos.
Obcecado profeta frustrado,
que con un discurso aprendido
y de copiosas retóricas adornado,
no logras darle un nuevo sentido.
Claramente solo lo ensucias
con intencionalidad dirigida.
Te erigiste como tocado profeta,
con la autoridad de las necias palabras.
Y por sentarte en tu grandeza,
te paseaste en nuestras creencias,
sin importar pisar nuestras cabezas.
Marioneta del pensar concertado
de otras mentes en demencia.
Seco refugio de sentires alienados.
Pálido robot en complacencia
de movimientos programados.
Triste muestra anacrónica,
endemoniada del pasado.
Te alojas como vaga doctrina,
en un viejo corazón cansado,
cansado de tanta injusticia,
sediento de ser recordado.
Rasguño de terrenalidad
que te desprendes al abismo,
deseando dejar tus marcas
profundas e hirientes en la piel,
la joven piel de quien te escucha
desesperado en la inmortalidad.
Lejos estás, muy lejos de la eternidad. |