Era una serena noche de otoño. Corría el año 1959.
El Sestrieri se acercaba al puerto de Santa Fe. Su capitán, Pietro Antonini se introdujo en su camarote y, como solía hacerlo, observó las fotografías de su mujer y sus hijas. Un pensamiento cruzó entonces su mente como una premonición. Como si quisiera expulsar de su mente tan funesta sensación, pensó en lo apacible que había sido el viaje. El Sestrieri era un barco de pasajeros proveniente de Génova. Este itinerario era frecuente en su ruta. Cada seis meses zarpaba de Italia con rumbo a diferentes puertos argentinos.
El segundo de abordo, el bajo y robusto teniente Edmundo Cingolani era muy diferente al capitán, delgado y altísimo. Se acercó a su superior para y le propuso brindar por tan buena travesía. No bien tocaran tierra, se dirigieron a La Mandrágora, bar portuario frecuentado por marineros y estibadores, donde reinaba un ambiente festivo. En un rincón del salón, una cantante interpretaba un tema de Billy Cafaro, Personalidad. La mujer llevó a Antonini a otros tiempos. Reconoció en esa mujer madura a Beatriz Fernández, un amor de juventud (quizás sea cierto que los marinos tenemos un amor en cada puerto, se dijo sonriente). Cingolani que salía del baño, fue abordado por la mujer quien le dijo que conocía a Antonini. Le preguntó qué relación los unía.
-Es mi capitán -respondió Cingolani.
-Se llevan bien?
El marino le confesó que no le quedaba alternativa pues era su superior y él era respetuoso de las jerarquías pero que no le tenía ninguna simpatía. Antonini era un tirano que maltrataba a la tripulación.
Ella sonrió.
Desde su mesa, el capitán los ve hablando y se sorprende. De qué estarían hablando esos dos, se preguntó.
Cuando su segundo regresó a la mesa, Antonini lo interrogó sobre el encuentro con la mujer.
-Si le interesa tanto saer, Capitán, me dijo que era una antigua conocida suya.
-¿Tan solo eso? Me parece que hablaron bastante más.
-Le habrá parecido, señor…
Antonini miró con recelo a su subalterno y sintió una ráfaga de celos. Qué habría visto Beatriz en un ser tan débil, se preguntaba.
Al día siguiente, los tripulantes del Sestrieri bajaron a tierra y, si compromisos, se separaron para recorrer la ciudad.
El teniente Cingolani tomó Corrientes y se perdió entre la gente.
Unos minutos, después, Beatriz Fernández le abría la puerta. El interior, a pesar de la penunbra reinante, era acogedor. Las paredes estaban cubiertas de pinturas de marinas. Diversas vistas de mar, algunos apacibles, otros tormentosos casi no dejaban entrever el pape tapiz de los muros.
-Soy una víctima de su capitán -fueron las primeras palabras de la mujer.
Cingolani vio en ella por primera vez a una aliada. Algo de lo que ocurriría se le presentó como una posibilidad liberadora.
Al anochecer, la tripulación se reunió nuevamente en el barco. El teniente vuelve a invitar a su capitán a La Mandrágora. Antonini aceptó gustoso. Se sentía melancólico y Cingolani no había resultado un mal compañero de copas después de todo.
Al llegar, ordenó con fuerte voz una ronda de vodka. El primer vaso lo pasó de un trago. Al tercero, demacrado, se desplomó pesadamente sobre la mesa. Las miradas de los parroquianos se volvieron sobre el cuerpo, curiosos. Alguien pidió que llamaran una ambulancia. En unos minutos se oyó una sirena. Los médicos, medio ciegos por el cambio de luz, chocaron un par de muebles en el apuro por llegar a Antonini. Lo revisaron. El hombre había muerto. Uno de los profesionales preguntó a Cingolani sobre los antecedentes médicos del hombre. Fingiendo estupor, el teniente aseguró que su capitán era una persona de una salud de hierro. Ante esa afirmación, el médico consideró que la muerte era extremadamente dudosa. La música había cesado con la llegada de la muerte. El espectáculo había terminado abruptamente y los presentes se fueron retirando paulatinamente hasta que en el bar no quedaron más que uno de los médicos, el encargado del local y Cingolani sentados en círculo alrededor del cuerpo.
Al rato, entró un hombre que, a pesar del bastón blanco, certificado de ceguera, se movía con seguridad en el desorden del local. El encargado del bar le cruzó el paso diciéndole que el negocio estaba cerrado. El forastero se presentó como el inspector Proens. Lo acompañaba un hombre de mediana estatura, fornido; era el teniente Santos, fiel compañero de Proens. El inspector, discípulo de un famoso investigador inglés, seguía los métodos deductivos. Interrogó a los presentes.
-¿Quiénes estaban sentados a la mesa de la víctima?
-Yo -dijo Cingolani.
El interrogatorio siguió durante unos minutos más.
Cuando quedaron solos, el inspector le dijo a Santos que el segundo de a bordo le parecía muy sospechoso ya que tenía un móvil muy claro: el liderazgo de la nave.
-Pero por el momento no tenemos pruebas suficientes.
Ordenó que se le prohibiera la salida de la ciudad.
-Mientras tanto, hablare con el fiscal Machado porque quiero confirmar una duda que ha surgido en mi mente.
El inspector llegó a la vivienda del funcionario ubicado en el barrio de Guadalupe. Era una casa de amplias habitaciones. De las paredes colgaban numerosos retratos entre los que se destacaba el de Juan Manuel de Rosas (Machado era un nacionalista ultracatólico). El fiscal, de rostro severo, de mediana estatura, fiel al cumplimiento de su deber, recibió cordialmente a Proens.
-Me alegro de verlo, amigo. ¿Qué lo trae por aquí?
-Una muerte dudosa, señor fiscal. En La Mandrágora tuvo lugar el deceso del capitán del Sestrieri, embarcación italiana proveniente de Génova. Según afirma su segundo, Edmundo Cingolani, se trataba de una persona completamente sana lo cual excluye la posibilidad de un ataque cardíaco. Como le he confiado a usted en otras ocasiones cuando gozaba del precioso don de la vista, leía a Sherlok Holmes, era admirador de su método. Tengo la fuerte sospecha de que el capitán murió por envenenamiento aunque admite que puedo equivocarme en mi corazonada. Aconsejo, señor, que se practique una autopsia.
Una vez realizada la misma, se comprobó la muerte por envenenamiento.
Cingolani, entretanto, asumiendo ya su liderazgo había regresado al Sestrieri para comunicar a la tripulación el deceso del antiguo capitán. En ese momento arribó al puerto un patrullero. Cingolani contempló preocupado que del coche bajaban Proens y Santos.
Bajó del barco. El inspector hizo una mueca de desprecio y dijo:
-Señor Edmundo Cigolani, queda bajo arresto por el homicidio del Capitán Pietro Antonini. Usted era el único que estaba en su misma mesa. Santos, espóselo.
Los tripulantes quedaron atónitos ante la escena.
Ya en la seccional, Proens indaga a Cingolani.
-¿Quién lo ayudó a cometer este crimen? Antonini era demasiado astuto para ser víctima de envenenamiento por acción de una sola persona, alguien debio distraerlo… No me engañe, si no coopera, tendremos que someterlo al detector al electróforo.
A pesar del afecto que en tan corto tiempo había cobrado por Beatriz, Cingolani decidió confesar.
-Beatriz Fernández, cantante de La Mandrágora conocía a Antonini desde tiempo atrás. Él la había traicionado y el resentimiento creció e ella durante todos estos años hasta volverse una fuerza devastadora. Ella me dio el veneno que eché en la copa del capitán mientras se encontraba embelesado observando a su antigua amante cuyos ojos lo atravesaban desde el escenario.
En base a la confesión, Jaime Proens pudo reconstruir el encadenamiento de sucesos que terminaron con tres vidas: la del capitán y la de los resentidos asesinos.
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