Cuento El Niño:
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Supe que él me había seguido.
A los pocos días de estar instalado en mi nuevo departamento, hechos inusuales comenzaron a sucederse. No hice caso a las primeras señales, dada la reciente experiencia sobrenatural de la que venía escapando. Pensé que era mi mente quien me predisponía, pero no, al cabo de unos días —para mi infortunio— descubrí que Diego, aquel niño fantasma al que le faltaba la mitad de su cráneo, me había seguido. Las macabras apariciones y el susurro gutural repitiendo una y otra vez, te mataré lentamente habían irrumpido en mi vida de forma violenta. De nada sirvió dejar mi departamento, o cambiarme de ciudad queriendo eludir mi destino. Nuevamente mi vida se ponía de cabeza.
Algunas noches él parecía olvidarse de mí, y me era posible conciliar el sueño. En otras, se esmeraba en transformar con ahínco cada segundo de mi vida en una tortura espantosa. Yo le gritaba ¿Qué quieres de mí? Él sólo reía con sarcasmo. Me vio llorar, suplicar, más indolente, no daba tregua en su empeño de verme sucumbir. Incapaz de seguir soportando sus apariciones, la locura se instaló en mi mente. En vano elucubré mil formas distintas de librarme de él. Ante el abismo, elegí eludir la realidad de la única forma posible; un certero disparo en mi cien.
Ahora somos dos almas deambulando en este espacio. Al fin supe del porqué Diego me obligó a transitar este suplicio. Yo no lo recordaba, pero él estuvo presente en mi infancia. Fuimos compañeros de colegio. Yo era el típico líder bravucón que sin dimensionar el daño que hacía, junto a otros compañeros de clase, cruelmente me burlé de su gordura. Ni siquiera recordaba su nombre. Siempre nos referimos a él como ‘El cerdo’. Jamás imaginé que a su corta edad se suicidaría. En aquel tiempo nuestros padres —como si mereciéramos aquel bálsamo— protegieron nuestra infame existencia catalogando su muerte como ‘un triste y fatal accidente’.
El recuerdo de aquel niño regordete se había borrado de mi mente por completo hasta hoy, en que Diego me obligaba a recordarlo. Dijo que había tenido todo el tiempo para buscarme. Dijo que mi existencia provocaba en él un profundo enojo y que el odio se acrecentó tras ser testigo de los años de honda tristeza de sus padres. En venganza, se había propuesto terminar con mi vida. —Eran juegos de niños —me justifique— ¡Tendrías que haber sido más fuerte y superarlo! ¿Por qué torturarme de este modo? El no respondió, se limitó a desvanecerse como en cada una de sus intempestivas visitas. Saber aquella verdad me enfureció. ¡Yo tenía una vida, era feliz!
Una intensa ira se apoderó de mi nueva existencia incorpórea. Me incendió e hizo estallar iracundo con una fuerza descomunal y siniestra. Provoqué feroces destrozos en el departamento. Los vecinos, queriendo aplacar mi espíritu, solicitaron la visita de un cura, quien roció agua bendita y pronunció unas cuantas plegarias en vano. Han pasado varios meses. Todo se ha vuelto rutinario. No hay un objetivo, ni sobresaltos, ni susurros. Nada queda por destruir. Vago solo en la obscuridad mientras mi ira crece.
Diego aún está aquí, pero nos ignoramos. De vez en cuando nos cruzamos con nuestros cráneos deformes expuestos al aire, nos miramos indiferentes. En lo único que coincidimos es la ansiedad de esta espera. El departamento se ha puesto en arriendo. Tendremos nuevo residente. Ambos deseamos lo mismo; que el nuevo inquilino resista nuestra presencia... y además, por supuesto, que tenga un arma.
M.D
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