DIME… ¿CÓMO LE LLAMAS?

Hay días o momentos en que el alma se siente inquieta y la mente tropieza en grandes o pequeños pensamientos porque hay algo que inunda mi ser.

No duele, no pesa, no es molesto… pero siento que está ahí, en mi en todo momento.

Va conmigo y hace sombra tras mis pasos cada vez que me miro en la vidriera de la vida.

Susurra a mi oído y me pide que sea cauto, benevolente en mi caminar, hablar, actuar. Y sé que no es parte de mi imaginación cuando por alguna razón, siento esa “leve” corrección.

Parece estar en todos lados, pero no logro sentirlo entre mis manos y enciendo el motor de mi existencia y acelero, como queriendo encontrarlo en cada curva de mi mirada, de mi sonrisa, en cada bostezo que deja mi esperanza a veces cansada, e intento deslizarlo al peinar mi cabellera y parece cubrirla con destellos y reflejos que iluminan mi camino, mi cielo…

Posiblemente nació conmigo o es herencia de un tatarabuelo de tiempos atrás... O lo adquirí en un viaje sideral en alguno de los cuentos que de niña me contaban al irme a descansar. Quien dice si un amigo lo dejó olvidado en mi portal, o la lluvia en su frío caminar lo depositó una noche de tormenta en mi ventanal. Puede ser que en alguna pasada Navidad llegó envuelto en aromas dulzones de canela, jengibre, pino y turrón. O el canto del Ruiseñor lo selló para no olvidar.

Y esa sensación comienza a juguetear y es traviesa cuando la tristeza me quiere abrazar. Y danza y vuela. Y no es locura ni carencia de madurez… Es real, es fiel, es segura, omnisciente y omnipresente.

Abre la página de la sabiduría en mi mente. Enciende la llama de la fuerza en mi cuerpo. Sensibiliza con sutileza mi piel, mis sentidos. Despierta el eco escondido de sueños, siluetas, sonrisas y lágrimas. Me muestra amistades y traiciones… amores y desamores…

¿Haz sentido, lo mismo que yo? Esa sensación que recorre tu piel, que hace vibrar tu alma, que en sueños te habla, que encuentras en la sonrisa y mirada de un ser que amas, que resalta en un paisaje, en el trinar de las aves, en el rugir de las olas, en la caricia de tu madre, en la suave piel y pequeños dedos de tu hijo cuando nace.

A esa sensación, tú ponle el nombre que quieras y sientas… reconoce que es especial. Cuando estás en la más profunda soledad, en el llanto más amargo y el dolor más profundo… ahí está. Y con sólo recordarle o reconocerle, sea cual sea la circunstancia te da fuerza, seguridad. Y ese laberinto de problemas o penas… se puede sobrellevar, solucionar y volver a levantar.

Y si haz experimentado esa fuerza, ese “poder” que ayuda, que abraza, que sobrepone, que enjuga tus lágrimas, que renueva tu mente, tu espíritu, tu alma… No la guardes, no la escondas, no la esquives, no la niegues… Son muchos cerca y lejos de ti que la necesitan, que la esperan, que la buscan que la sueñan…

Ponle nombre, sin tantas vueltas, dale un nombre y compártelo. Estarás dando esperanza, sonrisa y mejor calidad de vida. Si no quieres darle nombre… sólo comparte lo que sientes dentro de ti y que te impulsa – de alguna manera – a ser mejor con el otro y contigo mismo.

Yo, a esa sensación admirable, fiel y magnífica… le llamo Dios.