Te llevaste la tranquilidad de mi vida; entraste a ella con premura e indiscreción, como la bofetada helada del invierno al abrir con descuido la ventana en la noche más fría. Las hojas secas recién caídas se quedaron afuera; lejos, muy lejos, remolineando con el viento implacable de mi confusión.
Todo sucedió cuando decidiste aparecer en mi casa. ¡Puta madre!, otra vez tú, pensé. Cuánto trabajo me costó olvidarte. Perdí la cuenta de las borracheras que me di tratando de olvidar tu nombre, porque tenía bien claro que jamás llegarías a ser mía, y que además era imposible que nuestros caminos se hubiesen juntado siquiera de no ser por el resultado de tu relación con él. Pero aquí estabas nuevamente, frente a mi puerta, y yo de masoquista recibiéndote.
Lucías hermosa con tu vestido ondeante y vistoso, con tus cabellos recogidos torpemente en un moño. Y tu boca. Tu boca que solía sonreírle al sol y a la luna. Tu boca que acostumbraba contarme sus aventuras y reír, reír muy fuerte de cuanta cosa estúpida saliera de la mía, tu boca la que protegía a tus dientes, en los que disfrutaba perderme cuando hablabas o sonreías, cuando gritabas o cuando comías.
Llegaste con el semblante perdido, muy diferente a lo que eras habitualmente. Te veías igual al último recuerdo que tenía de ti, de aquel día pernicioso en el que murió algo dentro tuyo y decidiste ocultarte del mundo para sumirte en tristeza. La tarde entera me la pasé consolando tu recaída. Lloraste incansablemente hasta quedarte dormida sobre unos cojines en el piso de la sala. Decidí que no podía dejarte pasar la noche ahí, te desperté con cuidado y, así mismo, te guié a la única habitación donde podrías descansar. La mía.
Dejé que pasaras la noche en mi cama, unirme a ti en ella sería por demás incorrecto, así que me retiré para que durmieras sola. Antes de partir a remplazar tu lugar en la sala me detuve por algo menos que la duración de un suspiro. Observé tu respiración apacible y dominada por tus sueños; guardé una imagen con todo aquello que no había notado previamente en tu figura, y la vi inalcanzable, producto de un deseo prohibido. Una idea espectral surcó mi mente y corrí; corrí lejos de mí. Al instante un manto glacial congeló mis venas por atreverme a considerar tu tristeza como motivo de mi alegría; era tu amado fallecido por quien llorabas, la razón de tu sufrimiento, el irrevocable dueño de tus sentimientos, aquel que dejó de ser mi hermano decenas de meses atrás.
Sin percatarme llegué a la sala y me apreté entre los cojines hundiéndome en culpabilidad. Permití que la aflicción me llenara; ahora era yo quien se partía en sollozos y no había quien me consolara como lo hice contigo. Lloraba por ti, por la traición que fraguaba mi mente, por el dolor que oprimía en mi pecho, en mi estómago, en mi espalda, en toda parte de mi cuerpo que jamás tocarías. Entonces la consciencia se interpuso y me mandó callar mis gemidos, a reprimir (por segunda ocasión en mi vida) todo pensamiento ligado a ti rápido y tajantemente. Los sentidos (por enésima vez) me invitaron a ignorar el tiempo presente, pasado y futuro, para finalmente perderme en tu esencia.
En los días consecuentes, con el ajetreo del trabajo y la escuela no me costaba olvidarme de tu persona. Sin embargo, durante las noches, presa de la languidez y la soledad, te soñaba conmigo. De un momento a otro comencé a encontrarme contigo más seguido, te adentraste una vez más en mi vida, y cada tarde que tomamos un café o conversamos sobre trivialidades terminó por convertirse en un suplicio cuando al final del día volvía sin ti a casa. No pasó mucho tiempo para que comenzara a perder la cordura y mi estabilidad se desmoronara como las galletas que devorabas cada jueves.
Un mal día decidí partir, el hartazgo y la sensación de vacío superaron mis ganas de vivir, me dejé caer en la cama y ahí engullí todas las pastillas del frasco de una sola vez. Abracé un último instante la almohada que aún conservaba tu aroma; sin embargo, un constante crujir, proveniente de su interior, invadía mis últimos momentos con tu recuerdo. Sin prisa escurrí mi mano hasta tocar algo que parecía un papel. Enseguida llevé ante mis ojos un conjunto de palabras escritas con tu letra que decían “No puedo dejar de pensar en ti”.
Mi cabeza dio vueltas, tuve que releer el pedacito de papel cientos de veces para confirmar que no era una alucinación ocasionada por la sobredosis. Introduje mis manos a la garganta y una enorme bocanada de vómito fluyó hasta la alfombra, quedando ésta adornada con trizas de pastillas a medio digerir. ¿Cuánto tiempo habría pasado? Tomé el papel, corrí al teléfono y te llamé. “Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti” fue lo que dije apenas escuché tu voz.
Un estruendo debió llenar el otro lado de la bocina cuando presa del dolor caí al piso y llevé la mesita que sostenía al teléfono conmigo. Vómito, saliva y oscuridad me envolvieron simultáneamente haciendo de tu llamado un eco distante y difuso. “Ayúdame, una ambulancia” articulé (o al menos eso intenté) entre sollozos, tosidos y arqueos. Entonces, a lo lejos, escuché mi nombre; lo repetiste infinidad de veces mientras lentamente la luz se diluía. Me fue imposible distinguir lo que decías y por decenas (o cientos) de minutos yací en el piso.
Alcancé a oír una sirena y el forcejeo en la puerta. Unas manos me levantaron. Lentamente se redujo el bullicio, hasta que finalmente cesó todo sonido. |