Ensayo sobre el morir Ángel Medina
“Yo era lo que tú eres; tú serás lo que yo soy”
¿No es una realidad lo que esta inscripción de la lápida de un cementerio olvidado nos recuerda sobre la vida y la muerte?
Existen diferentes ritos para recordar a los muertos. En México, los espectros y las máscaras los evocan en una fiesta folclórica, en tanto que en el Mediodía el día de los difuntos retrotrae su recuerdo e interioriza en el ritual de la ofrenda floral y de las visitas a los cementerios; aunque posiblemente el mayor escabro es el que existe en una isla de Indonesia, consistente en exhumar los cadáveres y cargarlo sobres sus espaldas para llevarlos a casa, a fin de devolverlos un tiempo junto a sus familiares, aseándolos, vistiéndolos con ropas nuevas y sentándolos a la mesa como un comensal más.
En Occidente nos relacionamos con la muerte desde el morbo o la poesía. Baste citar algunas manifestaciones en las que se la describe con aspecto aterrador de esqueleto con maquiavélica sonrisa o la dama negra de la guadaña; o también aquellos versos de Jorge Manrique que comienzan diciendo “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte”.
Mas, nada altera la realidad. Por más hermoso que sea un mausoleo de blanco mármol y figuras angélicas, lo que alberga es polvo que ha vuelto a la tierra. Hermosura por fuera y podredumbre por dentro.
Vida y muerte. Materia y esencia. Apariencia de antagonismo, que sin embargo constituyen una misma razón del ser hombres. Es lo que el hidrógeno y el oxígeno al agua. La materia se alimenta del instinto (el alimento, el erotismo, el ansia de poder…) en tanto que el espíritu se apoya en el sosiego interno. Más que en lo inmediato, en la confianza. Porque, a pesar suyo, el hombre es proyección de sí. Por decirlo de alguna manera, no está acabado. Y para hacerse ha de ensayar caminos, que rechaza de continuo porque socavan sus intereses más bastardos. Al final, todo viene a coincidir en el anonadamiento de tener que admitir su pequeñez. Y el último clavo que lo remacha es la muerte.
En tanto vivimos nos llenamos de materialidad. Es la lógica humana basada en la autosatisfacción. El materialismo niega cualquier trascendencia, y sin embargo hace recaer sobre el hombre el peso de su existencia sin darle una salida. Es un transitar sin pararse a pensar adónde conduce el camino iniciado. Traspasar el umbral es tarea de santos y místicos. Unos para acercarse a lo que vislumbran y otros para crearlo en su onirismo. Entender que Cronos detendrá su reloj es tarea de todos.
Pero existe un trance en el cual el hombre se siente desnudo incluso de él (o de la comprensión que se tiene). Es ese instante en el que todos lo dejan solo (el mundo, las pasiones, la familia, las propias ideas) y ha de enfrentarse con su yo más auténtico. Hasta podría decirse “despelotado”. Es el preciso momento en el que la muerte hace acto de presencia. Entonces, la materia cede y se abre el ánima. Y, angostada por las sombras de su peregrinar, en su desnudez advierte que está completamente aislada. El único afecto que le queda es el horizonte que une cielo y tierra. Materialidad imposible que requiere el salto hacia la credulidad absoluta, cuya única salida es la aceptación del Misterio. Se dice que se muere tal se vive y tiene una buena dosis de razón. Pero, en ese santiamén puede vacilar hasta el ánimo del asceta. ¿Cómo habrá de enfrentarse el hombre a la tormenta que se ha desatado dentro de él, amenazando arrastrarlo al abismo? Pues, el ser humano “se sabe” (y por eso se siente), pero entonces, sentirá “que tiende a no ser” ¿Y cómo explicarse ese dejar-de-ser, desbordado y angustiado por la negrura de noche eterna que se cierne sobre él, presintiendo los dedos incorpóreos que pretenden arrebatarle su “yo”?
Esa tiniebla aguarda a todos sin excepción, sea creyente o ateo (término de difícil cuño, pues la afirmación negativa ha de contener demostración en la negación).
Es lo que podríamos llamar el evangelio del des-asistimiento, cuando el que cree creer y el que se convence que no cree palparán por igual la indigencia de su desvestimiento, hasta el extremo de experimentar la gravitación de todo, el vacío de aquello que es. La muerte es tan real como destructora. Ya no hay sino carencia de todo aquello que se ha sostenido durante los años vividos. El único soporte es el del que la está saboreando, y precisamente esa extrema soledad es la única compañera. El que es, pronto dejará de serlo, lo cual implica, no sólo la pérdida de su corporeidad o materia, sino la peor de todas: la propia esencia. Antes de haber nacido no tenía consciencia de ser, pero ahora, al tender al destruirse palidece. Y en ese ínterin sólo puede sostenerlo la duda de su creencia. Dejar de ser es algo que no puede concebirse, pues, siendo ¿cómo no continuarse de alguna manera? Todo su ser grita tratando de aferrarse a la tabla de flotación, pero sabe que la muerte es la presencia de la nada. El agujero negro que lo absorberá. ¿Hacia dónde? ¿Hacia la nada? ¿Y qué es eso?
Y al punto le sobreviene la negación. Es la primera fase del proceso.
En tanto que va lentamente abandonando el cuerpo se instala en el intelecto la inquietud y el miedo más acervo. El incrédulo, porque se ha desentendido en vida de la idea del más allá y ha cimentado todo en tener antes que en ser, relegando, cuando no ignorando el espíritu. El creyente, porque en su desnudez y realidad del tránsito, se ha despojado de él hasta la propia fuerza de la trascendencia, sustituyéndola la duda. Es el resorte de lo propiamente humano, que, razonando como hombre lo que intuía o creía se le escabulle por el peso del momento. Nadie querría beber el cáliz que se le impone y nadie puede evitarlo.
Entonces, se adentra en la segunda fase: la desesperanza. Y tanto al que se enraizó en lo divino, como el que se plantó en lo demasiado humano sobreviénele el recuerdo de lo bienaventurado. En efecto, unos admitirán haber negado lo sustancial, pero en el fondo latía la idea de alguna manera. ¿Y si fuese cierto? En ese culminante instante el supremo deseo de vida (de alguna manera) se aferra al clavo ardiendo de la duda. Y de la mera perplejidad, a la afirmación, pues necesita poder afianzarse a ese “alguien” del que escuchó hablar muchas veces. Y por tanto lo evoca. Por el contrario, el que cree, es posible que el abatimiento anide en su humanidad caída. Sí, se dirá, he razonado una y mil veces que sin trascendencia no tiene sentido la inmanencia y sin ella no es posible afirmar al hombre en el mundo. Y ahora se me hace acuciante la idea, pero ¿y si hubiese sido fruto de mis desvanecimientos intelectuales? ¿Quizá de la tradición recibida? Porque, en el fondo esa sutileza se me escabullía siempre, aún entendiendo que si hubiese podido abarcarla no la necesitaría ahora. Y como la campana que es sacudida por el badajo, resuena en su mente cada vez más debilitada la frase del anticristo: “Dios es la proyección divinizada de los deseos y limitaciones”.
En ese acto, acontece la tercera fase: el abandono total. Próximo a la desconexión, sabiéndose terminado, en el postrer segundo que le resta para concluir su proyecto de hombre se siente desfallecer. No es ya capaz de soportar la intensidad de la nada que le acecha, y tampoco puede apoyarse en todo aquello que se constituyó su razón durante la vida terrena y que configuraron sus pasiones, ni en nadie- aunque esté rodeado de gente a la que ama, pues el tránsito es personal y ha de recorrerse en la soledad de la propia compañía-; ni siquiera en sí mismo, pues se sabe que camina hacia el no total. Todo, absolutamente todo está ya entregado. Desde la vida hasta su individualidad.
Y en ese segundo en el que la gota se disuelve para volver al mar del que procede, brota una lucecita que ilumina su alma. Concluida la etapa, abandonado de toda idea, siente en su interior la voz inubicable que le invita a la calma. La tempestad lo arrastra al abismo, pero no a la nada. Lo que no es posible merecer por la justificación de sus éxitos y fracasos, se alza ante él como un Todo.
La muerte, sí, va a fulminarlo, pero él no ha sido acabado, sino que será transformado en el Misterio del que procede. El gusano, tras agotar su tiempo ha de transformarse en crisálida y el precio es la entrega. Creyente o incrédulo tiene la oportunidad de repensar- sin entender el porqué- que no es una pasión inútil y que su destino no finalizará en el absurdo. Este es el drama. No es el momento de inferir, sino de aceptar (la búsqueda de la comprensión tuvo el tiempo de su existirse). El grano de trigo ha de ser enterrado para que nazca la espiga. Es lo que contiene aquella invitación que nos reta, tan explícita como breve, que dice: “No temas. Tan sólo ten fe”
Ese cáliz es el que ya bebió el ajusticiado por el mundo y que hubo de atravesar el mismo desierto, que se resume en tres frases y cada vez que alguien muere resuenan en el universo.
“Si es posible, pase de mí este cáliz”
¿Por qué me has abandonado?
“En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Este desgarro contiene su último canto. La negación. El abatimiento. Y finalmente el abandono o entrega total.
Consummātum est.
¿No se abre entonces, como último y definitivo anhelo, incluso para el incrédulo, la esperanza de que exista un hilo invisible del que penda y no le deje finalmente caer en la inconsistencia de la nada?
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