Combatíamos los rigores del invierno arrebujados bajo una pila de mantas y con la bolsa de agua caliente.
Al amanecer, la luz que se colaba por los postigos nos informaba de la nevada. Tienen una luz especial los días de nieve.
Pereceábamos en la cama un rato , calentitos, hasta que la llamada de la blancura nos impelía a asomarnos a la ventana. Un manto de nieve cubría el pueblo, sumido en una misteriosa calma. Silencio. Blancor no hollado. Naturaleza como de reciente creación.
Más tarde, jugábamos en el recreo a resbalarnos con sacos por las pendientes, a pelotazos y a hacer muñecos de nieve.
Esas escenas mágicas, de belleza inasumible, atan de por vida y las manos heladas casi no duelen.
Cae la nieve mansamente y solo la algazara de los niños rasga el silencio.