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No necesitamos eones para construir cosas que nos liberen y acerquen a los que queremos, caminando podemos llegar a cualquier parte, dicen. Cuadras inmensas en las que el calor, el viento y las hojas se tambalean intentando ganar entre las pisadas de los transeúntes dispersos del barrio de Bellas Artes son también un ejemplo que llena. Portales y pasos de cebra llenos de sonidos de suelas, motores, bocinas y pesuñas de perros penetrando en el incesante viaje desde este a oeste del agua rápida y ferrosa del Mapocho, mientras bicicletas se agarran por el costado también participando de la carrera.
Santiago también abraza de repente. Con esos brazos de cemento que sudan y levantan el polvo matutino después de las noches llenas de risas, amigos y mucha cerveza. También alza su vista al cielo y a la montaña. Con esos ojos rojos y violentos llenos de rabia del ave acompañada por el viento. No posee esas olas que respira el mar en ritmos circadianos al hacernos dormir, pero sí olas de manos, palabras y rostros que la costumbre a veces deja ir amarrada al terror de los primeros días de un Febrero que quiere ser el de siempre, no ser ni el último ni el del comienzo, si no el permanente. Lleno de páginas en blanco que se van escribiendo a medida que me dirijo con rumbo a Pajaritos con cada calzada y vereda, con cada escalera y línea amarilla, con cada uso de pasamanos y puertas.
Empujones necesarios. Miradas y gritos difuminados entre los túneles subterráneos. Una canción de furia con el cambio de los semáforos. Miradas a ambos costados de cuerpos invadiendo La Alameda tomados de la mano. Una visita, una demostración de afecto y un abrazo cálido en el paseo Huérfanos.
¿Quién de verdad necesita demorarse en construir algo práctico si en el intento ya llegaríamos a este encuentro? |
Texto agregado el 04-02-2018, y leído por 64
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