Bogotá. Calle diez y siete entre carreras cuarta y quinta. A mitad de cuadra un aviso en neón que nunca se enciende y que está a punto de caerse anuncia a los despistados transeúntes el “Cine Rotativo El Dorado”. Desde mi ventana, enfrente del cine, puede verse una bandera de Colombia colgada entre las ventanas del segundo piso, producto quizás, de la adhesión del dueño o el administrador del cine a la campaña patriotera que promovió la figura del presidente Uribe a inicios de su mandato. Es temprano. Abajo, en la entrada, se ven dos mendigos: uno durmiendo y el otro preparándose para iniciar su jornada, recogiendo el pedazo de alfombra sobre el que durmió y el plástico que seguramente le sirvió de cobija. Envolviéndolos cuidadosamente y llevándolos hasta una alcantarilla inutilizada donde los guarda. Luego, el mendigo pone sobre la alcantarilla la pesada tapa de cemento y se va caminando hacia la carrera séptima, en busca quizás, de su desayuno o del primer ‘bareto’ del día.
Durante la mañana el cine porno pasa desapercibido. Los transeúntes (que normalmente son yupis, oficinistas, estudiantes de la universidad CUN, y uno que otro vecino despelucado que sale de su casa en busca del desayuno) circulan sin fijarse demasiado en él. Alrededor de las once, una mujer de unos cuarenta años, de cuerpo grueso y delantal azul, abre desde dentro una de las entradas del cine, saca un balde con aguajabón y un cepillo para lavar pisos y comienza a lavar el desorden y la basura que le han dejado los mendigos. A las once y treinta un señor acomoda los afiches de las películas del día en la cartelera. Faltando un cuarto para las doce se abre la mitad de una de las seis entradas que tiene el cine y casi inmediatamente comienza a llegar la habitual clientela.
La fachada del cine porno es igual a la de un teatro normal. A la izquierda, tras una baranda donde nadie hace fila, están las taquillas protegidas por dos rejas pequeñas y cuadradas. Luego están las seis puertas dobles, pintadas de negro con marcos dorados y una pequeña ventana de vidrio redonda en cada una de ellas a la altura de cualquier cabeza humana, solo que tapadas por dentro con cartulina rosada y azul. A la izquierda se encuentran las carteleras, que en otro tiempo tuvieron vidrios y ahora sólo pedazos de cartón. Cabe agregar que entre la acera de pavimento y las puertas hay un espacio de dos o tres metros, en piso de granito pulido coloreado con mineral amarillo y rojo, con los cuales se han logrado figuras romboides y cuadradas en las que seguramente nadie se fija; por la parte de arriba, en el techo de esa entrada, hay un volado que alcanza a dar sombra a tres cuartas partes de la acera, el cual tiene unos ochenta centímetros de grueso y da espacio para colocar en letras de molde los nombres de las películas que van a ser presentadas (de la misma manera que en el Jorge Eliécer Gaitán anuncian un día los premios TV y Novelas y al otro Las Bodas de Fígaro), pero que a juzgar por la suciedad que lo acompaña, hace ya mucho tiempo no es usado. También se ven un segundo y un tercer piso sobre el volado, los cuales cuentan con un gran ventanal cada uno: el del tercero tapado por cortinas y persianas y el del segundo completamente descubierto pero inaccesible a la vista durante el día por el reflejo de la luz del sol sobre los vidrios y por la oscuridad y el abandono que reinan dentro de él.
Desde la ventana de mi apartaestudio (un cuarto de siete metros de fondo por cuatro de ancho donde nos hacinamos cuatro estudiantes caleños y de escasos recursos monetarios) puedo ver claramente todo lo que sucede en la entrada del cine. Al mediodía comienza el movimiento, hay más trafico circulando y la calle toma vida, una vida mecánica donde los transeúntes actúan inmersos en la teatralidad de las convenciones. El cine porno actúa como un destello en medio de la oscuridad de sus pensamientos. Los paseantes caminan y se sorprenden ante tres afiches que exhiben senos y ‘coños’ de mujeres cuyo look debió ser canónico en los años ochenta, pero que ahora resulta ridículo y extravagante, aunque ninguno se escandaliza, solo se incorporan y siguen caminando. A veces se ven grupos de colegiales que hacen el amague de entrar con una sonrisa entre morbosa y traviesa dibujándose en sus caras, pero nunca lo hacen, probablemente porque solo pretenden hacer sonrojar a las compañeras que van con ellos, o retar a sus compañeritos, pero nada más.
Los espectadores entran de a uno pero implacablemente. Nunca se ven filas ni trancones en la taquilla, pero el flujo en la entrada es constante y movido. El público más habitual es enteramente masculino, de entre cuarenta y cincuenta años, aunque no falta uno que otro viejito sesentón de saco y corbata y con un maletín de cuero desteñido que observa los afiches y lee los títulos de las películas (“Una Orgía en el Paraíso”, “Mételo por la cola” y “Una Camarera alegre”) burdamente traducidos del italiano y escritos con marcador rojo sobre tiras de cartulina rosada, y que después de dudarlo por un momento (pensando tal vez en su corazón o su hipertensión) decide tomar el riesgo y entrar. Ocasionalmente se ve también algún travesti, con el estridente afán de su taconear, introducirse en el cine con su particular gracia, y hasta soldados –que no van precisamente a hacer un allanamiento- con su uniforme camuflado -cosa que no sé si esté permitida en la normatividad de las fuerzas militares-, entrando como en actitud de recibir un regaño.
Lentamente cae la tarde y el tedio se intensifica. El trafico se hace disperso hasta que se acerca de nuevo la hora pico. Los estudiantes de la CUN se amontonan frente a su universidad e invaden la calle estorbando el paso a los vehículos, los vecinos comienzan a llegar a sus casas y apartamentos, y los espectadores inician la salida del cine porno. Cuando salen, sus rostros no tienen una expresión particular ni se ve la plenitud en su forma de andar. Salen más bien con un dejo severo y serio en sus rostros, más apropiado para dar una mala noticia que para salir de un cine porno, como si alguna carencia se les hubiera ahondado en su interior y no fueran capaces de llenarla, o como tratando de decir a los posibles transeúntes que los observan a su hora de salida que el acto de entrar a un cine porno es lo más normal en personas de su genero, edad y condición. De cualquier manera no dejan de volver. Desde mi ‘ventana indiscreta’ ya encuentro rostros familiares que asisten puntualmente dos o tres veces a la semana al triste espectáculo que, me figuro, ofrece ésta sala de cine: mujeres anacrónicas hechas de luz follando con hombres superdotados (hechos también de luz) durante periodos inverosímiles que muy probablemente son producto del trabajo (a veces precario) de edición hecho sobre las películas.
Cuando ya no entra ni sale nadie del cine y la tarde va oscureciéndose, sale del cine un hombre con jeans ajustados y una chaqueta de cuero negra, se para en la entrada y se fuma uno o dos cigarrillos con ademanes amanerados. Conversa con los mendigos, con algún vecino o con el señor de la tienda de enfrente. Luego recoge los afiches, dice algo a las empleadas, y se va. Las luces del interior del cine se apagan y se enciende luego una en el segundo piso. Desde mi ventana se distingue en el interior una cocina y una figura gorda trabajando en ella. Luego se apaga la luz y se descubre un cuarto al lado de la cocina, y se ve la figura gorda entrar en él con un plato en la mano. Luego la luz del cuarto se apaga y quedan hasta la madrugada los destellos de una televisión encendida saliendo por la ventana.
Mientras tanto ha llegado a la entrada un mendigo, ha levantado la tapa de la alcantarilla inutilizada y saca sus cosas para extenderlas en la entrada del cine, al lado de las carteleras. Luego se amontonan dos o tres indigentes más junto a él, tienden sus mantas sucias y sus pedazos de alfombras y se acuestan en el piso de granito con sus perros. Pasan la noche comiendo panes que no comparten, fumando o inyectándose sus drogas, y conversando y peleando un poco entre si, vendiéndole un poco de hierba a uno que otro muchacho travieso y mejor vestido que ellos que pasa por el cine y les pregunta qué dónde consiguen, así felizmente hasta que llega la mañana de nuevo o la policía, y la verdad es que casi nunca es la mañana la primera en llegar. Lo más normal es ver llegar dos agentes motorizados (uno se entera por el ladrido de los perros que siempre fieles a sus amos salen a atacar a la policía y me dan aviso para asomarme por la ventana), con el revólver en una mano y el bolillo en la otra, diciéndoles a los indigentes (cansados, enfermos, hambrientos, sucios, drogados) que ese no es lugar para dormir. Ellos protestan, buscan excusas, oponen cierta suerte de resistencia que se torna fastidiosa por lo pasiva: “Tengo una pierna encalambrada”, le escuché decir un día a uno de ellos, y el policía le pegó repetidas veces con su bolillo en las piernas: “a ver si así se le quita el calambre”, le contestó. Hay también ocasiones en que los mendigos no se van, entonces la policía vuelve y hace valer su nombre quemándoles las mantas y los plásticos con que se cobijan (no sin antes darles una paliza); aunque igual nunca se los llevan porque saben que en el calabozo es como un hotel para ellos. Pero aún así los indigentes se resisten en ocasiones (eso depende, creo yo, de lo fría que esté la noche) y no se van. “Quédense si quieren”, le oí decir un día a uno de los policías que normalmente vienen, y como es natural, los indigentes se marcharon inmediatamente, dando solo espacio a la partida de los policías. Después de un rato se vio pasar un carro particular con cuatro personas adentro alumbrando con una linterna la entrada del cine porno y sus alrededores, dio dos o tres vueltas a la manzana, y se fue. Al otro día al levantarme temprano para ir a la universidad, vi al mendigo de siempre levantar la tapa de la alcantarilla mientras guardaba sus cosas. El ciclo en el cine –que irónicamente es rotativo hasta en estos mínimos detalles- ha dado una nueva vuelta, y hoy será un nuevo día para observar desde mi ventana.
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