Un calor irremediable me sacudió a la madrugada. Estaba tan transpirada que me costó despegar la camiseta del cuerpo. Decidí levantarme y caminar, como lo hacía todas las noches que no soportabas tenerme al lado, hasta hacerse de día.
Intenté hacer el café de máquina, que tanto nos gustaba, pero había muy poco molido y no tenía ninguna intención de ponerme a moler más a las cuatro de la mañana, mientras vos estabas muy cómodo en la cama soñando vaya a saber qué cosa, que yo no podía. Cama en la que me supiste robar la ropa, para siempre. Porque mis manos todavía te sienten y mi boca, abierta y seca, todavía te nombra.
El café quedó aguado, como los amaneceres a tu lado cuando no sabías si me querías, o creías necesitar estar solo. Mientras vos te decidías mis acrílicos se volvieron acuarelas, y las hojas empezaron a agujerearse. Y así abrí los cajones que nunca abrimos, y me até a las palabras que no nos dijimos.
Mientras vos chorreabas baba en la almohada, que tantos sueños supo abrazar, las lágrimas inundaban mis mejillas e hicieron, sin pedir permiso, mi café salado. A mí me encanta dulce, pero siempre me retabas y decías que si seguía poniéndole azúcar iba a engordar. Y así, sin darme cuenta, dejé de ponerle.
Acá estoy, parada y descalza sobre mi propio charco, sin paraguas, con la camiseta mojada, que se pega cada vez más por las lágrimas que caen, y me empapan entera porque sé que el final es inevitable.
El café está salado y frío, y no hay forma de que pueda calentarse. |