Con mochila al hombro y con unos cuantos dólares en su bolsillo, Adriana Meyer mujer aventurera, inteligente y pacifista, en la década de los ochentas había llegado a San Miguel Allende, México, pero no en plan turístico, sino decidida a buscar el paradero de su padre el doctor Andre-Pierre Meyer.
El viaje en autobús había sido demasiado pesado, no obstante, la satisfacción de haber logrado su objetivo, la tranquilizó. El rugoso folleto que le había proporcionado su maestra de literatura barroca sobre México le fue de gran utilidad. Caminó por aquella calle señorial de San Francisco que conducía al centro, hasta llegar al jardín Allende, dio vuelta a la izquierda y quedó a su vista la majestuosa iglesia de San Miguel Arcángel de impresionante estilo gótico, exclamó. Muchos años antes con similares palabras habría expresado Maximiliano, emperador de México: .
Agotada por el largo viaje se sentó en la banca de hierro forjado del jardín de enfrente para admirar tan impresionante obra arquitectónica, la nostalgia de tiempos pasados felices con su padre hizo su aparición en su mente.
Adriana se instaló en un modesto hotel, los días siguientes inició la intensa búsqueda de su padre, se contactó con la policía municipal para presentar la denuncia oficial con fotos, descripción física, lista de cicatrices, de medicamentos; después visitó hospitales, cárceles, y visitó también la oficina de la organización de buscar a personas desaparecidas. Los días pasaban sin que nadie le pudiera dar información fidedigna. Al cabo de doce días no había avances significativos en la investigación, por noticias del lugar en donde había estado viviendo, se enteró que había liquidado con tiempo la renta y que poco a poco había vendido las pocas pertenencias que tenía. Averiguó y visitó el café que frecuentaba, a una amable mesera le dio las características de su padre, quien dijo haber visto un cliente con esas particularidades, .
Al mes no tenía grandes logros, todo había sido infructuoso, nadie le daba noticias de su progenitor. Definitivamente abatida por el fracaso y con lágrimas en los ojos enteró a su madre por teléfono de su ineficaz búsqueda y del poco interés mostrado por las autoridades, amén del trabajo poco profesional por parte de la gendarmería, que en nada ayudó a su localización por tener un sistema tan antiguo y pedestre.
Al día siguiente y con el mutuo acuerdo de su madre decidió suspender su búsqueda y regresar a Francia; al entrar por última vez a la iglesia de San Miguel Arcángel, jamás se percató que estaba siendo observada por un monje de edad avanzada con capucha puesta entregado a su misión de castidad y obediencia, situado en la parte superior del coro que nunca hizo el menor intento de acercarse a ella, el monje se limitó a alzar la mano derecha en señal de evocación a la bendición dirigida hacia ella, con semblante de congoja y angustia que indicaba el inicio de unas lágrimas de tristeza a punto de caer.
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